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AFLUJO

Escrito por Marisabel Mací­as Guerrero en Viernes, 01 Julio 2016. Publicado en Cuento, Literatura, Narración

Era la primera vez que Luz dormía en ese pequeño departamento; la mudanza había iniciado cuatro días atrás, pero ella no quiso quedarse hasta tener todo acomodado; dice que el desorden le molesta. Una vez que todo pareció estar en su sitio, cayó la noche y la chica terminó rendida sobre la cama; pero aquel sueño profundo sólo duró un rato,  pues de pronto algo la despertó.
 
El aire acondicionado se apagó tal como ella lo hubo programado, y como parece que siempre está alerta, y  al menor susurro abre los ojos, eso fue lo que ocurrió; cuando el motor del aire bajó sus ronquidos, el ruido de chorros de agua penetró a manera de onda en toda la recámara. Luz despertó, creyó que estaba lloviendo; ¡vaya recibimiento!, pensó. Se puso de pie de manera titubeante, abrió la puerta, salió del cuarto y se dirigió a la ventana de la cocina. Sacó la cabeza para ver, y desde allí comenzó el malestar; se dio cuenta de que el agua no caía del cielo, sino que escurría por los bordes del techo de su “nueva” casa; parecía que el tinaco se estaba derramando.
 
—Un momento—  dijo, metiendo la cabeza; tuvo el presentimiento de que el ruido que irrumpió en su recámara no era el de esa parte de la casa; corrió de nuevo a su habitación, encendió la luz, abrió la puerta que comunica al lavadero y lo descubrió: una especie de cascada inundaba su pequeño espacio de dos por cuatro. No supo qué hacer; sabía que la casa de abajo estaba deshabitada, el barrio estaba oscuro y apenas la luna regalaba un poco de claridad en ciertos puntos de la calle y los coches estacionados.
 
Luz cruzaba el diminuto piso en pocos segundos; iba de la ventana hacia la puerta de atrás. — ¿Qué hago?— se preguntaba, luego iba de atrás hacia la sala. Algo pasaba con su tinaco y se reconocía incapaz de treparse al techo mojado e investigar a ciegas dicho asunto.
Después de varios minutos andando como león enjaulado, se echó en la cama, intentó volver a dormir e ignorar el inconveniente, pero el murmullo era insoportable; imaginen tener clavado tal ruido, el agua escandalosa fluyendo, el golpe de los chorros con el concreto. Intentó ponerle "solución", buscó unos audífonos, definitivamente no encontró algo que le sirviera.
 
Se puso de pie, encendió el foco y abrió nuevamente la puerta; se detuvo en el filo del marco, se estrujó la cabeza y gritó — ¡Odio el ruido!—. Estrelló la puerta y caminó hasta la sala. Estaba justo en el centro de la habitación, entre la estufa y un sillón —realmente es una casa pequeña. Se quedó quieta, y antes de que pudiera comenzar a idear una estrategia, una gota le cayó en el centro del cráneo. Luz dirigió la mirada al techo y ¡zas! otra gota en la nariz. Quiso llorar. De pronto una idea le asaltó: llamaría a su casero para que le ayudara con tamaño problema.
Tomó su teléfono y se dio cuenta que no tenía saldo… otra vez se sintió sola, frustrada, molesta, desesperada; se jalaba el cabello, merodeaba la casa, hablaba en voz alta, apretaba los puños, se rascaba... miró el reloj y ya eran las cuatro de la mañana. Afuera sólo se escuchaban unas canciones de cumbia que parecían provenir del taller de enfrente.
 
La música sonaba de fondo y aquello se ponía cada vez más húmedo, el agua comenzó a escurrirse por las paredes de la recámara, mojó cajas de zapatos, los libros, la ropa, hasta un buró; Luz  se estremeció de la desesperación, pero nuevamente trató de calmarse.
— ¡Qué hago! ¡Qué hago!— repetía cada cinco minutos, cambiando el timbre de su voz, yendo del llanto a la rabia, a la risa irónica, a la desesperación. El reloj avanzaba y ella sufría por toda el agua que se estaba desperdiciando, también por sus cosas, claro,  y por no poder parar en seco aquel torrente.
 
Se dieron las cinco, seguía la calle en tinieblas, seguían las cumbias. Luz no  sabía qué hacer. Aumentó las acciones en sus recorridos; iba a la recámara, se sentaba en la cama, se veía al espejo, se ponía de pie y abría la puerta del lavadero, veía el agua fluyendo; regresaba a la ventana junto a la cocina, ejecutaba los diez pasos hasta el sillón y se dejaba caer al mismo tiempo que lanzaba un resuello; cogía un libro, inmediatamente lo aventaba y volvía a jalarse los pelos.
 
Nuevamente se quedó quieta, intentó concentrarse en su respiración y otra idea se le ocurrió. Sonrió de manera maliciosa. Bajó corriendo las escaleras, se detuvo tras la puerta, se apretó los cordones de su pantalón de pijama, y abrió para luego salir corriendo; inspeccionó súpitamente la banqueta buscando la tal "toma de agua", pero no la encontró; fue entonces que escuchó una especie de chiflido,  corrió de regreso a  casa,  pero justo a menos de un metro tropezó con su propia chancla y se resbaló con el agua, cayó golpeando con su frente la entrada. Se levantó a prisa, estaba enlodada, le ardieron las rodillas, se sintió —además de desesperada y asustada— humillada. Comenzó a llorar.
 
Se dieron las cinco cuarenta de la mañana, seguía oscuro; aquello parecía una conspiración, nada le funcionaba. Luz se tiró al piso, comenzó a sollozar despacio hasta que alcanzó el ritmo de las notas de agua.
—Me voy a ir. Me bañaré y me iré a poner saldo y localizar al casero, eso haré— dijo en voz alta. Se bañó, salió lloriqueando y aún más enrabietada. Justo cuando entró a su habitación a cambiarse, el olor a húmedo, a moho, comenzaron a invadirla. No pudo contener la rabia. Pegó un grito tan fuerte que le raspó la garganta; aquello pareció un rugido, y justo después de eso algo tronó fuertemente; y así, en calzones, salió corriendo escandalizada.
 
Llegó  a la calle y gritó mirando al cielo — ¿Por qué chingados no amanece?—, volteó hacia el techo y volvió a gritar — ¿por qué mierda no dejas de derramarte?—.
De pronto se escuchó otro chiflido y uno de esos ruidos con los que llaman a los perros... Luz se dio cuenta que el llamado provenía del taller, así se dirigió hacia allá; ahora iba, más que asustada, enfurecida. Se paró justo entre dos coches que adornaban la fachada del taller y comenzó a gritar — ¿Qué quieres, maldito hijo de puta? ¡Respétame, respétame! ¿Quién te crees? ¡No soy perro!... comenzó a descargar su coraje líquido, se estaba desahogando; y así seguía peleando, con las sombras de un hombre y las herramientas; continuó berreando unos minutos, sin darse cuenta que a lo lejos algo iluminaba el escenario.
 
Luz gritaba y lloraba afuera de aquel taller, pidiéndole al velador que saliera y enfrentara las consecuencias. Luego, las luces se aproximaron más, hasta que comenzaron a tornarse rojas y azules; cuando la colérica chica apenas volteó, ya tenía la patrulla atrás. Sonó la torreta. El auto se estacionó y bajaron dos policías. Luz no supo qué hacer, pero sintió una especie de alivio, hasta que uno de los uniformados se acercó a ella, le tomó del brazo fuertemente y le dijo:
 — Nos la vamos a tener que llevar señorita; primero por faltas a la moral y segundo porque ya la reportaron sus vecinos por el griterío que trae ¿está borracha? ¿Drogada?... ¡Súbase!—.
 
Luz volteó a verse, y en efecto, estaba en calzones; alzó la mirada y algunas ventanas asomaban rostros sorprendidos; ella sólo pudo soltar más lágrimas, y subirse a la caja de la camioneta, para ir reconociendo el trayecto de su nueva colonia hasta la comandancia.
 
 

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Marisabel Mací­as Guerrero

Comentarios (1)

  • Agustín Ramos

    Agustín Ramos

    09 Noviembre 2016 a las 04:17 |
    Me gustan más otros cuentos tuyos. Te estás repitiendo, esa es una buena fórmula para triunfar pero no para volar.

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