LO QUE HAY DEBAJO DE UNA ARMADURA DE HIERRO
Dicen que debajo de un caparazón, duro e impenetrable, hay una piel increíblemente delicada, propensa a ser dañada con el mínimo contacto; me pregunto, si también, debajo de ésta armadura hermética hay algo así de sensible, capaz de destruirme al menor roce...
Cinco personas. Ésta mañana han pasado frente a mí cinco personas. Una de ellas era un joven alto, casi tan alto como yo, robusto y de piel morena. Me miró de frente, escrutando mi armadura. Detecté un brillo de asombro en sus ojos cafés, algo que muy pocas veces había tenido el derecho de presenciar. Se detuvo durante un momento, un instante que pareció eterno y me contempló a detalle, elevando una sutil pero significativa sonrisa en sus finos y rosados labios, y, después, se marchó.
—¡Vuelve! —le grité.
Tenía muchas ganas de hablar con él y saber qué era lo que pensaba al verme; debía yo recordarle cosas muy hermosas para pintar esa expresión en su rostro.
Así pues, todo ese día, un sinfín de emociones me recorrieron de pies a cabeza: después de tanto tiempo alguien notaba, al fin, mi presencia. Para un ser como yo, que se había cuestionado su razón de existir una y otra vez, esos fugaces encuentros resultaban un destello de luz entre tanta soledad.
Llevo aquí, de pie, inmóvil, mucho tiempo, tanto que perdí la cuenta después de los primeros años. He visto más rostros de los que puedo recordar. Sin embargo, ellos jamás me miran, como si mi presencia fuera invisible a sus ojos, como si ésta armadura de hierro impidiera que todos ellos detectaran que sigo aquí.
Cuando mi creador me construyó, puso en mí todo su empeño, dedicación y amor. Un día de otoño se sentía solitario y acongojado por no encontrar empleo y, como un milagro, un amigo suyo le pidió que le ayudara con su nueva idea. Él inmediatamente se interesó pues era muy emocionante tener algo qué hacer, algo que le permitía utilizar al máximo todas sus habilidades manuales y artesanales que había aprendido de su abuela. Con rapidez, comenzó a buscar toda clase de fierros, en los tiraderos de basura y cualquier objeto que le pudiera ser de utilidad. No tardó demasiado tiempo en hallar lo necesario, pues el basurero público era una fuente rica en regalos hechos como a propósito para él. Unió cada pieza cortada, detalló cada parte de mi cuerpo mientras murmuraba lo hermoso que sería cuando estuviera listo, lo mucho que la gente iba a idolatrarme cuando me viera y que todos los niños de la ciudad iban a detenerse delante de mí para contemplarme con amor.
Yo creí en él, en sus palabras llenas de vigor y esperanza, y ansié cada día hasta que por fin su buen amigo fue a recogernos, para llevarnos al lugar donde iba a permanecer de por vida. No puedo explicar lo emocionado que me sentí en aquel momento, por fin iba a ver reflejado el resultado de todo el minucioso trabajo que mi creador había hecho conmigo, y lo mejor, es que mucha gente me vería y apreciaría todo lo magnifico y perfecto que era.
Durante un buen tiempo, las palabras alentadoras que él decía cuando me pintaba o fijaba una parte de mí, fueron ciertas. La gente cruzaba la calle de enfrente sólo con el fin de acercarse a mí y admirarme. Recibí luces encandiladoras en mi rostro una y otra vez, y también roces de manos calientes que hacían que mi armadura, a pesar de lo gruesa que era, traspasara a mí su calor, a pesar de que en realidad era imposible sentir nada. Ellos me abrazaban, algunos más se acomodaban en grupo en torno a mí mientras otro más iluminaba en nuestra dirección. Todo fue perfecto durante los primeros meses y creí tener una gran cantidad de amigos, amigos en quienes fui perdiendo el interés eventualmente, lo perdí al darme cuenta de lo que significaba yo en sus vidas.
No era más que una armadura incapaz de sentir nada.
¡Cómo deseé decirles lo equivocados que estaban! ¡Cómo deseé tener la capacidad de contarles mis ilusiones y aspiraciones! ¡Yo no quería pasar el resto de mi vida ahí, de pie, si a nadie le importaba, sino existía para nadie!
Nunca me escucharon, a pesar de que les grité miles de veces; ellos no me veían, sólo se miraban a sí mismos, lo tarde que iban, lo magnifico que lucían con sus nuevas y caras ropas, sus aparatos llenos de tecnología, pero jamás decían algo que tuviera que ver con alguien con armadura de hierro.
Y al pasar el tiempo fue peor, mi brillo fue consumiéndose, apocando la poca gracia que había en mí. Era impresionante que, con todo y mis pésimas condiciones, aquel joven hubiese volteado a verme, como si yo valiera algo en esta vida. Y por eso creí en él, en su mirada brillante, como había confiado en mi creador alguna vez.
Dos días después de nuestro encuentro, mi fe en el muchacho estaba por los suelos, seguramente no era a mí a quién había visto, quizás era el montón de objetos llamativos que bailaban a otro lado del cristal del local. Y sin poder evitarlo, me desprecié pues, tontamente, había confiado en los ojos de alguien, de ese chico que jamás iba a aparecer por aquí otra vez.
Y así, rendido y desanimado, permanecí de pie un día más, contemplando el ir y venir de tanta gente.
Una semana después vi a una figura alta y robusta caminar en mi dirección; no podía verlo con claridad porque venía a una cuadra de distancia, pero yo casi podía jurar de quién se trataba. La emoción rápidamente comenzó a fluir dentro de mí, provocándome intensos espasmos y si había un corazón en mi pecho, éste latía como un endemoniado. Cuando cruzó la calle ya sabía con exactitud que era él, de nuevo el joven alto y robusto que me miró con tanta ilusión. Se posicionó a un metro de distancia, observándome con menos apuro que la última vez y con una impresionante sonrisa en su rostro. Luego vi a la mujer que estaba junto a él. Tan similares ambos que por un momento juré que eran la misma persona.
—¡Es impresionante!
Recibí una sacudida, o al menos eso sentí, al escuchar ese susurro de ángeles. Aquella voz debía ser la más dulce que había escuchado en mi vida, y esos ojos claros, ¡Dios, eran demasiado hermosos que me provocaban ganas de llorar!
—¡Te lo dije! —exclamó el joven, para luego alargar su mano hasta tocar las figuras que con tanto esmero mi creador había dibujado en mi pecho.
—¿Es duro estar aquí, solo, tanto tiempo?
—¡Claro que es duro! ¡Es terrible! —chillé con la voz temblando, respondiéndole a la voz angelical.
No pasó mucho tiempo en que emprendieran camino de nuevo dejándome una inmensa alegría, casi tan intensa como los primeros días que llegué a esa esquina. Finalmente tenía unos impresionantes amigos. Él ya me había visitado en dos ocasiones y ahora ella, la de la voz dulce, estaba seguro que se convertiría en un ser demasiado especial para mí.
Los días posteriores no hacía otra cosa que mirar hacia la esquina donde el joven había aparecido, a cada rato me parecía ver dos siluetas que se acercaban riendo, pero rápidamente mi emoción decaía al descubrir que no eran ellos, que no eran esos pares de ojos que me miraban con cariño y añoranza. No. Esos ojos ni siquiera volteaban a verme.
Cinco soles más volvieron a alzarse y ocultarse en el horizonte. Trataba de mantener la esperanza, luchaba internamente contra mi gran pesimismo que constantemente me gritaba que todo había sido una tonta ilusión, que mis nuevos amigos jamás volverían para verme y que iba a permanecer solo durante muchos años más, hasta que un día mi estructura ya no aguantaría y terminaría esparcido en el lugar donde mi creador me sacó, o quizás, acabaría deshecho, convertido en un material jamás utilizable, o peor aún, convertido en polvo.
Todos esos pensamientos me atormentaban a cada instante. Reponerme de tal desilusión parecía imposible. Sentía que mi armadura perdía fuerza, e incluso, que mi escudo era un objeto inservible pues no me protegía del dolor y la desolación que ese par de ojos cafés me habían dejado. Pronto dejé de sentir emoción al ver a la gente, ya no estaba pendiente siquiera de si me veían o no. Ya nada me interesaba porque no tenía a nadie. Y confiar de nuevo en alguien era algo que no estaba dispuesto a hacer, pues bien sabía que otra ilusión más no la iba a soportar.
Esa mañana húmeda amanecí más triste que nunca. La noche fue testigo de una fuerte tormenta y no sólo me encontraba sin fe y esperanza, sino que también tenía toda mi armadura llena de agua y el frío traspasaba hasta lo más profundo de mi ser, haciéndome tiritar. Estaba tan absorto en mis terribles fatalidades que fui incapaz de ver llegar a ese par de ojos, esos ojos felices que veían historias debajo de mi piel de hierro. Me sentí feliz de nuevo. ¡Mis amigos habían vuelto!
—Te quitaremos de aquí, hombre de armadura color oro.
—¿Qué?
No supe interpretar con claridad sus palabras, sólo fui capaz de detectar el pánico que me invadió al instante. ¿Cómo era posible que mis nuevos amigos hicieran algo como eso?
—¡Por qué! ¡Que va a pasar conmigo!
No obtuve respuesta.
—¡Auush! —grité, pues sentí un tirón de mi muñeca derecha—. ¡Aush! ¡Detente!
Pronto descubrí que mis palabras eran ignoradas otra vez, pero en ésta ocasión, por los que creí mis amigos. Ellos no llegaron a mí para admirarme, muchísimos menos para tener una relación de amistad con una armadura de hierro. Su malvado propósito siempre fue destruirme.
Con una rapidez asombrosa y sin anestesia, me quedé sin brazos, sin mi armadura y sin mi arma con la que me defendería de mis enemigos y que, por lo visto, ni siquiera podía alzar para ahuyentarlos.
—¡Deténganse! —Conseguí exhalar un último aliento combinado en llanto, pero no me escucharon, quizás prefirieron aferrarse a la imagen de la armadura de hierro incapaz de sentir nada parecido al dolor…
Cuando volví a ver la luz del sol, todo era diferente. Ya no estaba en aquella esquina, admirando el ir y venir de tanta gente que no reparaba en mi presencia. Increíblemente estaba rodeado de ruido, risas, gritos, voces chillonas. Lo que expresaban todos esos pequeños y regordetes rostros no podía ser más que diversión. En sus miradas había un brillo similar al que había visto en el joven que se acercó a mí, días atrás.
—¡Tú, hombre con armadura amarilla! ¡Tú serás quien nos proteja de los monstruos a partir de ahora!