Y seguimos pidiendo la palabra: LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO XLIII y XLIV (06-Sep-14)
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En el preciso momento en que Rocío estaba en proceso de parto, del otro lado del mundo Jano se preparaba para ir a la universidad. Antes de eso, tenía tiempo para un desayuno. Poco a poco se acostumbró a la vida solitaria. El departamento nuevo lo había llenado de chácharas medievales que compró en las últimas semanas, en un acto compulsivo de rellenar los espacios vacíos. Helena hizo notar en alguna ocasión que tantas cosas terminarían por no caber. “Pero en éste ajustaré todo lo que quiera”, exclamó jubiloso cuando llevó la última de sus adquisiciones: una armadura de placas completa. Emocionado, sacó todas las partes de la caja de madera donde se la dieron. Sabía que las armaduras fueron esenciales para los caballeros, pues los resguardaba de las acometidas que sufrían en la lucha cuerpo a cuerpo. Una armadura de batalla completa no podía pasar de los veintinueve kilogramos; se esperaba que ese equipo, bien articulado, diera una completa movilidad, de modo que se pudiera montar rápido a caballo ante una emergencia, sin utilizar estribos. La armadura de placas articulada por completo que se desarrolló en la primera mitad del siglo xv recibió el nombre de gótica por su énfasis en las líneas verticales y su silueta puntiaguda, reminiscencias de la arquitectura de este mismo estilo. Una de estas armaduras era la que estaba frente a sus ojos, con todas sus partes. Era plateada, con figuras en bajorrelieves dorados. Fue armando pieza por pieza, limpiándola, puliéndola, memorizando con devoción obsesiva el nombre de cada una de ellas. Incluso había adquirido la espada, el escudo y la lanza por un módico precio. Una vez que la tuvo hecha, se la puso con la intención de sentirse uno de esos caballeros. Le reconfortaba sentir los casi veintinueve kilogramos que pesaba el traje. Había adquirido incluso un espejo de cuerpo entero para admirarse todas las noches. Con la armadura puesta, se pasaba horas frente a la computadora tratando de escribir alguna línea, pero las ideas parecían embotadas en un rincón óxido del siglo xv. De alguna manera creía que si ponía las condiciones los párrafos literalmente saltarían de sus dedos al teclado.
Paró su coche en un restaurante; le gustaba rodearse del bullicio de voces. Esos sonidos de cierta manera lo acompañaban el resto del día, hasta el momento en que se calaba la armadura antes de dormir. Los estudiantes dejaron de hacerle preguntas acerca de su vida, lo cual alivió las tensiones de explicar su comportamiento huidizo.
Pidió al mesero un desayuno ligero; éste indicó que debía servirse él mismo, dado que había buffet. Un televisor se encendió. Jano se dirigió a la barra de comida. Tomó un plato grande para servirse lo que llamara su atención. De reojo veía en la pantalla uno de los noticieros matutinos. Una vez instalado en su mesa escuchó que la voz del conductor anunciaba una nota importante: al otro lado del mundo, en la isla donde vivió, donde estaba su amigo Polo, acababa de morir trágicamente el presidente. (También en ese instante, en el otro hemisferio, un nuevo miembro del planeta era sacado del vientre de su madre, en una clínica de un pueblo cercano a la Ciudad Más Grande del Mundo; la mujer había sido inyectada en cuatro ocasiones en la columna para que no sintiera dolor, debido a la cesárea.)
Jano no dejó de ver el monitor. Las escenas señalaban que el nuevo presidente de la república de ese lejano país había sido acribillado por un desconocido. El asesinato se perpetró en una de las colonias más populares de una ciudad famosa por sus burdeles y cantinas. Jano observó con atención. La noticia podía ser una broma. Además, ¿para qué continuar asegurando que su candidato era el presidente?; por lo que platicaba con Polo, el otro era el bueno. Sin embargo, las imágenes seguían diciendo otra cosa. Transmitían sin cortes publicitarios. Mientras narraban los hechos, nuevas escenas mostraban la grabación de un aficionado donde se veía, sin precisión, con la imagen distorsionada, cómo un hombre disparaba en la cabeza del mandatario. Alguien de la calle entró gritando que el presidente de un lejano país había muerto a manos de un solo hombre.
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La enfermera de recepción lo vio llegar. El hombre se notaba nervioso, cojeando levemente. Se acercó al mostrador, esbozando lo que parecía una sonrisa.
—Pobre —musitó la enfermera—, no puede ni reír; ha de traer un dolor de los mil diablos.
—Señorita, ¿aquí se encuentra una mujer embarazada? —espetó el recién llegado, con voz lastimosa.
—¿Embarazada?, creí que venía a servicio, como cojea un poco.
—Quiero saber si esa persona está aquí.
—Pues llegaron dos embarazadas: una la trajo su familia, la otra fue encontrada en la carretera.
—¡La de la carretera, ésa es la que necesito!
—¿Usted es su pariente?
—Soy su esposo. Me llamo Polo.
La enfermera lo miró fijamente.
—¿Está seguro?
—Por supuesto, a menos que ya me hubieran cambiado el nombre.
—Espere un momento, por favor.
La mujer marcó un número en el teléfono. Polo observó que dijo un par de cosas para luego colgar.
—¿Y bien? —preguntó, ansioso—, ¿me dice qué sucede?
La enfermera tamborileó los dedos sobre el mostrador. Polo esperó en silencio una respuesta. Por el corto pasillo apareció una mujer también vestida de blanco. Saludó a Polo.
—¿En qué puedo ayudar?
—El señor afirma que es el marido de la recién parida, la de la carretera —interrumpió la recepcionista.
—¿Ah sí?, ¿entonces usted es Polo?
—¡Exacto! —gritó—, ¿mi mujer está aquí, verdad?
—Si se llama Rocío, su esposa acaba de tener una niña hace unas horas. Está en reposo, durmiendo.
—¡Rocío!, ése es el nombre… ¿Una niña dice?
—Una niña.
—Necesito llevármelas.
—Espere, despacio, ¿cómo es posible que esté aquí?, ¿no había muerto en una explosión?, lo vimos en el noticiero —dijo la mujer, jalándolo hacia un rincón.
—No morí… Es una larga historia, sólo deje que me las lleve.
—Imposible, su esposa está delicada porque sufrió bastantes trastornos en la carretera; por poco muere de pulmonía. Parece que una pareja la abandonó a su suerte. Gracias a un automovilista que la trajo, salvó su vida.
Polo se dejó caer en uno de los sillones viejos. La enfermera se acercó.
—Se ve usted mal.
—Pasará pronto…
—Esas heridas necesitan atención; además su pierna está débil.
—No hay cuidado.
—Señor Polo, si lo que dijo el reportero de las noticias es cierto, usted sufrió esas heridas en la explosión.
—Es verdad.
—Y debe ser responsable de lo que lo acusan.
—No hice nada de eso; me tendieron una trampa. Yo era un simple asistente, de pronto me envolvieron en ese desmadre. Sólo deseo estar con mi familia.
—Como se dará cuenta, ahora es un fugitivo.
—Me asusta cómo lo que dice; créame, sólo soy víctima de las circunstancias.
La mujer lo observó de cabo a rabo. Buscó algún indicio de que mintiera, un gesto, un rasgo que denotara la falsedad de sus palabras. En su pecho se arremolinaron las emociones, cruzándose unas con otras, chocando, ansiando claridad ante un evento de tal magnitud. Concluyó que el hombre no mentía.
—Hagamos un trato: ninguno de nosotros dirá nada, pero deje que un médico lo vea. Después ya veremos. Su esposa está bien, se recupera, la niña ni se diga. Es lo único que puedo hacer, ¿qué dice?
Polo miró suplicante a la enfermera.
—Espere unos días cuando menos, su esposa todavía está delicada —repuso ella ante la insistencia.
—Usted lo prometió, cumpla su palabra.
—Lo sé, lo dije.
—¿Entonces?
—Me tomé la libertad de registrarlo con otro nombre para evitar preguntas.
—¿De verdad hizo eso por mí?
—Sí, ahora descanse, necesitará fuerzas para lo venidero.
—¿A qué se refiere?
—Sobre su nueva vida.
Polo se quedó pensativo unos segundos.
—¿No me consuela ni me echa mentiras sólo para mantenerme a raya?
—Dígame, ¿tengo cara de mentirosa?
—No.
—Entonces, relájese. En un par de horas lo dejaré ver a su familia. ¿De acuerdo?
—Gracias, disculpe la desconfianza, tengo ideas muy paranoicas desde hace varios días.
La enfermera hizo un ademán, indicando que había otras cosas que hacer.
—Lo veo al rato. Por cierto, su nombre es Jano, para que estemos en el mismo canal; dígaselo a su esposa cuando despierte.
—¿Jano?, ¿de dónde sacó ese nombre? —preguntó Polo, inquieto.
—Parece que ahora vive de puros sustos, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Cualquier cosa que digo lo altera.
—¡Es que ése es el nombre de mi mejor amigo!
—¿En serio?, ¡qué coincidencia! Mire que lo tomé al azar. De hecho, es un nombre que me gusta; en mis ratos libres leo mucho… ¿Qué quiere?, soy una solterona que llena sus vacíos con libros. Por si no lo sabía, Jano era, en la mitología romana, un dios de dos caras que miraba hacia ambos lados de su perfil; era el dios de las puertas, los comienzos y los finales. Por eso le fue consagrado el primer mes del año, que en español pasó del latín Ianuarius a Janeiro y Janero; de ahí derivó a enero.
—Vaya, no lo hubiera imaginado.
—¿En verdad no sabía?
—Algo me platicó cierta vez mi amigo, no tan detalladamente.
—Pues déjeme completarle. Era el dios de los cambios, de los momentos en los que se traspasaba el umbral que separaba el pasado y el futuro. Se le honraba cada vez que se iniciaba un proyecto nuevo, nacía un bebé o se contraía matrimonio. ¡Se da cuenta de cómo coincide con su situación! ¡Ni mandado hacer para usted! Como dios de los comienzos, se le invocaba el primer día de enero. Jano no tenía equivalente en la mitología griega.
—Para ser enfermera, está bien informada.
—Ya le digo, vivir sola tiene sus cosas… ¡En algo tengo que invertir mi tiempo! La lectura permite no volverme loca.
—¿Por qué no ve televisión como todos?
—¿Todavía lo pregunta?, la televisión me hace entrar en profundas depresiones.
—Si lo pone de ese modo…
—Bueno, no siempre. De hecho, para que vea que no soy tan drástica, le prestamos una a su esposa pues estaba muy inquieta… Quería información…
—¿De veras?
—Pero resultó contraproducente porque se alteró con el noticiero, justamente cuando dieron la nota del auto que explotó. Como digo, la televisión no es lo más sano.
—Ya veo. Ahí se enteró…
—Así es… Disculpe, me retiro, hay cosas que hacer, ya me entretuve mucho con mis pláticas. Los doctores se enojan cuando hacemos amistad con los pacientes.
Polo observó alrededor: estaba en el cuarto de curaciones, en un camastro. Había un par de estantes repletos de medicamentos, algunos aparatos ortopédicos, material clínico necesario para casos de emergencia. Cerró los ojos en espera de que el sueño viniera en su auxilio. La figura regordeta de Rocío apareció como una estatua brillosa, deslumbrándolo por instantes. Abrió los ojos para borrar la imagen. Parpadeó un poco, sumergiéndose en el descanso por unos minutos. Los ruidos exteriores lo arrullaban, conduciéndolo hacia el abismo onírico que no recordaba desde hacía varios días.
La puerta se abrió súbitamente. Era la enfermera; lo sacudió para despertarlo.
—Levántese, necesita irse cuanto antes.
—¿Perdón? —increpó, somnoliento—, ¿qué pasa?
—Debe irse, ahora mismo.
—¿Por qué?
—Una de las enfermeras del nuevo turno reportó su entrada a la clínica.
—¡Cómo!
—Sí, al ministerio público, es un trámite de rutina. Lo siento en verdad, no tengo el control de todo. Váyase antes de que esto se llene de policías o reporteros.
Polo se incorporó del camastro para caminar hacia la puerta.
—¿Me puedo llevar a mi esposa?
—Sí, está despierta, con su bebé; se encuentran afuera, esperándolo, yo misma la saqué. Mire, mi carro no está muy bien, pero lléveselo; es el de color verde, tome las llaves, de algo servirá, aunque sea para que ponga pies en polvorosa. Salga por la puerta de atrás.
—Gracias, se lo pagaré algún día.
—Conque se cuiden los tres me doy por bien servida. Ande, váyase antes de que nos convirtamos en un muladar de gente indeseable.
Polo dio la media vuelta para salir apresurado; la pierna dolía. Caminó hasta el acceso. Ahí estaba Rocío, con el rostro serio, tenso. Esbozó una sonrisa forzada: el cansancio se marcaba en sus pómulos. Se abrazaron por unos segundos. Él la ayudó a subir, luego se pasó al otro extremo. Metió la llave con nervios. Giró un par de veces, el motor no respondió.
—¡Carajo!, ¿éste también? —murmuró.
Pedaleó el acelerador para subir la gasolina. Giró de nuevo la llave hasta que escuchó el motor encendido, como un crepitar de brasas. Esperó unos segundos para calentarlo.
—No hay tiempo para eso —intervino Rocío—, arranca ya.
Polo jaló la palanca de velocidades acelerando a fondo. El carro tosió un par de veces, jaloneándose. El ruido de unas llantas saliendo disparadas se oyó a lo largo de la calle.