Y seguimos pidiendo la palabra: DE LOS DIÁLOGOS DE ORTRO XXI Y XXII
21
Rocío se encontró con la oscuridad de un pañuelo tapándole la vista; también con una mordaza, además de estar atada fuertemente a una silla. La habían sacado de su casa en silencio, bajo la amenaza de que si decía algo ahí mismo se moría. En el trayecto su primer impulso fue gritar, pero el miedo la paralizó conforme avanzaban a la camioneta que los esperaba con las puertas abiertas. Una vez adentro, le taparon los ojos, doblándole los brazos para que supiera que no estaban jugando.
—¿Tiene sed? —acotó alguien.
A pesar del aturdimiento y del pánico, Rocío percibió que la voz hizo un esfuerzo al hablar, como si la fingiera. Asintió con la cabeza. Unas manos le dejaron libre la boca. Movió las quijadas para desentumirse un poco. El vaso llegó.
—¿Dónde estoy? —preguntó azorada, tratando de ubicar la voz como lo haría un ciego.
—Si lo dijera, ¿qué sentido habría en mantenerla aquí? —respondió, sarcástica—, no haga un cuestionario de esto.
El cuerpo adolorido. El vientre bajo presión.
—Estoy embarazada, ¿podría ponerme en otro lugar?
Silencio durante algunos minutos, hasta que la voz, con ánimo conciliador, aunque sorprendida, dijo:
—¿Va a tener un niño?
—Sí.
—No se le nota.
—Pues lo estoy; más de tres meses.
—Nadie me dijo nada.
Las manos recorrieron sus piernas y sus brazos, librándola de la silla.
—No intente rarezas o no respondo por su integridad —advirtió la voz, amenazante.
Una mano tomó a Rocío del brazo, la condujo por un piso, lleno de escombros.
—Levante los pies, entraremos a un cuarto —indicó la voz—, aquí estará más relajada.
—Gracias.
—No diga eso, una mujer embarazada siempre impone respeto.
—De todos modos.
—Como quiera, podrá dormir sin problemas.
Rocío se reclinó en el borde, moviendo la cabeza para ubicar la posición de la voz.
—¿Por qué me hacen esto?
—Ya le dije que sin cuestionarios. Cuanto menos sepa, mejor para usted.
—Tal vez me equivoque, pero escucho a una persona sensata; hasta me habla de usted. De otro modo no haría consideraciones conmigo.
—Ya le dije que una mujer embarazada impone respeto.
—Estoy de acuerdo. ¿Cómo una voz como la suya anda metida en esto?
—Mi voz es como cualquiera otra, nada extraordinario.
—Sí; aunque para ser secuestrador es demasiado dócil —agregó, atrevida, sintiéndose cada vez más tranquila sin saber exactamente por qué.
—¿Dócil, dice usted? No me haga enojar.
—Pretendo hacer plática… Digo, si estaré tanto tiempo…
—Pues no llegó para hacer conferencias ni yo a darlas. Para terminar, se quedará aquí hasta nuevo aviso; mientras, le traeré comida y agua. Es todo lo que haré.
—¿Qué sucederá en estos días?; ¿quiere que me vuelva loca pensando sola?
—Ese ya será su problema; yo cumplo con que no escape.
Rocío quería que la voz se quedara porque no acostumbraba la soledad, las pláticas siempre la habían reconfortado. Unos movimientos en la panza la hicieron retorcerse un poco.
—Espere, un rato más.
—No insista.
—Su compañía es agradable.
—¿Agradable? Mejor no diga pendejadas, déjese de sentimentalismos.
Rocío sacudió la cabeza de un lado a otro.
—No sea estúpida, deje de hacer eso, se lastimará el cuello. Si le sucede algo no podré traerle un médico.
Rocío ubicó el sonido de las palabras, dirigiendo su rostro hacia ellas.
—Vaya, se preocupa por mí —exclamó.
—Sólo digo que si algo pasa, la dejaré morir. Sería riesgoso traer a un doctor.
Unos pasos removiendo objetos llegaron hasta sus oídos: la voz se alejaba. Un burbujeo de ansiedad brincó de su estómago a la boca, con un sabor amargo en la lengua. Salivó unos segundos, escupiendo con fuerza. La voz olvidó ponerle el bozal a propósito. Más que miedo a estar secuestrada era miedo a estar sola.
—¡Carajo, pinches paquetes!
22
Polo no había dormido bien por pensar en Rocío. Era día de la elección y continuaba sin noticias de ella. Federico se opuso a informarle por más que preguntó. Andaba por la oficina como un alma en pena, murmuraban los empleados, quienes lo consideraron un bulto que se desplazaba por cualquier rincón del edificio. Cirse se compadecía un poco de él.
—¿Quiere decirme qué ocurre? —preguntó, segura de que nada obtendría.
—Cosas, amiga, nadie puede ayudarme —contestó Polo, dándole a su voz un tono de estoicismo—, sólo queda esperar a que el problema enseñe sus propias respuestas.
—Todo tiene solución. Cuente conmigo…
—Gracias, en momentos así sólo queda la solidaridad de los amigos.
El miedo había ganado terreno, por eso callaba estuviera donde estuviera, para no cometer indiscreciones. En el internet Jano, por su parte, trataba de hablarle de cualquier cosa que lo distrajera; no obstante, la atención de Polo se hallaba en su mujer raptada.
Se dirigió a la cocina a prepararse un café; mientras aguardaba, puso unos panes en el tostador; en seguida les untó un poco de mantequilla y mermelada. Sirvió el café humeante, dando el primer sorbo. El líquido bajó ácido. De inmediato experimentó la náusea de los últimos días.
—Otra vez la gastritis.
Un segundo sorbo: el estómago produjo un vuelco; el asco se elevó hasta su garganta. Optó por dejarlo; mordisqueó los panes sólo por no desperdiciar. Instantes después levantó todo de la mesa, haciéndolo poco a poco para no perder la cordura. Fue al baño y abrió la regadera. El agua cayó como una cascada de alivio espantando las preocupaciones por un breve instante.
Salió de su casa hacia el punto electoral donde emitiría su voto. Subió al coche. Recorrió algunas cuadras hasta dar con el número de su sección. Había una fila larga. Cuando tocó su turno se topó con la sorpresa de que su nombre no aparecía en la lista nominal. Un calor interno se plantó en la cabeza, casi haciéndolo explotar de rabia, pero se controló.
—¿Dígame, mi esposa está ahí? —proporcionó el nombre completo de su mujer; el presidente de mesa informó que sí—. ¿Cómo es posible que ella esté y yo no?, los dos vivimos juntos, con los mismos datos de ubicación en la credencial.
—Desconozco eso, señor —contestó el hombre, molesto porque Polo complicaba las cosas.
—¿Qué puedo hacer?, ¿dónde está mi casilla entonces?
—Quién sabe, búsquela.
Polo salió enfurecido junto con otras personas, a quienes respondieron de manera similar. Alguien comentó que la casilla se dividió en dos, que la suya quizá se ubicaba en la otra colonia. Después de varios minutos de dar vueltas arribó a un edificio.
Otra fila larga se encontraba impaciente debido al retraso. Polo, irritado, esperó a que el tiempo transcurriera. El sol, luz inclemente; las sombras, muy cálidas. Al llegar frente a las autoridades, confirmaron que su nombre sí estaba. Fue a la siguiente mesa, donde le entregaron las papeletas; se encaminó a la mampara para ejercer su voto. Los nombres de los candidatos estaban distribuidos en dos columnas, acompañados por los logotipos de los partidos. Una voz urgía terminar. Dobló los papeles saliendo de la mampara para encaminarse a las urnas y luego depositó en la caja correspondiente.
Una vez dentro del coche, se relajó. Se enfiló a su casa para tener noticias del curso de la elección. La ruta se le hizo prolongada, como si alguien la hubiera estirado a propósito. Iba por el carril de alta velocidad, pensando en las consecuencias de lo que acababa de hacer: había votado en contra de las indicaciones de Federico. Se percató de que otro coche cruzaría la calle a pesar del semáforo en rojo. Casi sobre el vehículo, frenó bruscamente, evitando el impacto; dio un volantazo para esquivar, acelerando de nuevo, libre de la posibilidad de una colisión. Luego bajó la velocidad para tranquilizarse del sobresalto, respirando agitado, con el susto en el cuerpo. Tuvo el sentimiento de que un Polo se quedó atrás accidentado y que el otro era él, a salvo, con una nueva oportunidad de vida.