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Y seguimos pidiendo la palabra: LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO XLII Y XLIII (30-Ago-14)

Escrito por Ramón Cuéllar Márquez en Sábado, 30 Agosto 2014. Publicado en Literatura

42

 

Después de que la pareja la abandonó en mitad de la carretera, Rocío caminó buscando alguien que la ayudara. Las piernas y los pies se hincharon con un dolor que quitaba las fuerzas. La panza pesaba cada vez más; en cualquier momento daría a luz. La angustia la hizo presa justamente cuando cayó sentada la primera vez. Permaneció más de una hora en esa posición. Como pudo, se levantó llena de lodo. La pareja había dejado un abrigo y una cobija, pero fueron insuficientes para quitarle el frío y resguardarla de la lluvia pertinaz. Caminó varios metros, arrastrando los pies, balanceándose como un globo aerostático. Luego cayó sentada por segunda ocasión. Llorando, se acomodó en una piedra, cubriéndose con la cobija. Estaba empapada. Miró para todos lados sin distinguir nada porque la lluvia era espesa. Sobándose la panza, pensó en Polo, en que no podría verlo por última vez. No obstante, para su fortuna, un automovilista se apiadó de ella. Entre la bruma, un par de luces aparecieron como dos luciérnagas gigantes volando hacia su rostro. El hombre la distinguió gracias a que iba despacio cuando Rocío levantó los brazos. De inmediato la llevó a la primera clínica con la que se topó en la carretera.

 

 

Afuera hacía frío. Estaba acostada en una cama de hospital, un tanto incómoda, pero la reconfortante tibieza del cuarto daba calma. El doctor dijo que de haberse quedado más tiempo en ese lugar, hubiera muerto de pulmonía. Prácticamente habían salvado su vida. Daría a luz de un momento a otro. La imagen de Polo se intensificaba cada vez más. “¿Dónde se habrá metido?, ¿por qué tarda tanto?” La enfermera de revisión le daba vueltas de vez en cuando para luego retirarse.

—¿Han venido a buscarme? —preguntó Rocío.

—Nadie hasta el momento, señora.

—¿Me prestaría el teléfono de nuevo? —suplicó a la enfermera en la siguiente ocasión que la vio entrar.

Mientras calibraba el suero, dijo:

—Por ahora es imposible.

—¿Por qué?

—Porque debe estar quieta, todavía hay mucha debilidad. En unas horas habrá trabajo de parto.

—¿Trabajo de parto?, me siento tranquila.

—Sólo por el momento.

—Usted no siente lo que yo.

—Definitivamente —dijo de modo seco, dando por terminada la plática—. Regreso en una hora.

—¿Qué se supone que haré en todo ese tiempo?, necesito saber de mi marido.

La enfermera volteó para echarle una mirada compasiva.

—Aunque es la última de las recomendaciones que yo daría, vea televisión —dijo, mostrando la mejor de sus caras.

—Pero si no hay.

—Yo le consigo una con la recepcionista, ahora se la traigo; es de las viejitas.

Después de unos minutos, la enfermera regresó con un pequeño televisor; lo puso sobre la mesa de servicio.

—Recuerde, en una hora vuelvo.

Rocío sonrió, ¿para qué confrontarla?; más tarde insistiría en su llamada; por ahora se relajaría. Extendió el brazo para alcanzar la perilla. Con dificultad, giró buscando un canal; se detuvo en uno donde pasaban noticias. Quería enterarse de lo acontecido en los últimos meses. La enfermera fue muy escueta: “Ganó el que ganó.” Las escenas fluían en el televisor. En la ventana ya era de noche, sólo se vislumbraban las luces de la calle. El pueblo, al parecer, quedaba cerca de la Ciudad Más Grande del Mundo; Polo debía llegar pronto. “¿Qué son tres horas de camino?”, suspiró. El noticiero comenzaría en unos minutos. Se frotó las manos. La tibieza del cuarto se fue con el pasar de las horas; aun así, se sentía segura. El conductor del programa narró los pormenores del día, dando notas nacionales e internacionales; también del nuevo presidente de la república. “¿Qué pasó entonces?”, preguntó Rocío al aire, haciendo un mohín. En seguida se anunció la explosión de un coche bomba en las inmediaciones de una colonia. “Después de esta pausa, regresamos”, dijo, para retener a su probable teleauditorio. Se removió en la cama. Las imágenes vistas eran las de su zona. Después de unos minutos de espera, la voz tronó, sacándola de sus cavilaciones. La cámara mostró el área, mientras un reportero mencionaba la marca del coche junto con el nombre del afectado por la explosión. “Al parecer fue ejecutado”, subrayó, sentencioso, “se sospecha que guardaba nexos con el narcotráfico… En otra noticias, según declaración ministerial ampliada de uno de los reclusos de la penitenciaría afirmó que el líder, de nombre Polo, es el cerebro que orquestó el complot en contra de su propio candidato y hoy anda prófugo.” Rocío se sentó con esfuerzos. La marca de su auto había sido dada, más el nombre de un vecino, lo recordaba perfectamente. “¿Habrá muerto en esa explosión?”, se preguntó, atribulada, “¿estaría con él? El cabrón de Federico se salió con la suya, embarró a todo el que pudo.”

El ruido de la puerta la hizo volver. Había pasado una hora: la enfermera entró, encaminándose hacia el suero. Observó a su paciente.

—¿Pasa algo? —Rocío fijaba los ojos en la pared—; quédese como está o el bebé saldrá lastimado.

Rocío la miró con lágrimas en los ojos. La enfermera puso la mano en su frente.

—¡Está muerto! —sollozó, tragándose la voz.

—¿Quién está muerto?

—¡Polo, mi marido!, ¡estoy segura de que se trata de él!

La enfermera se quedó muda, a pesar de la preparación para situaciones de ese tipo: la frase la desarmó por completo; pero luego retomó el control.

—Calma, estará bien.

—Usted no sabe…

—Es verdad, ¿pero qué tal si está vivo?

—Lo dijeron en las noticias, un coche explotó; nadie se salva de una cosa así.

—Por ahora nos concentraremos en su parto.

—¡Es que mire la situación!

Rocío aumentaba los respiros, el pecho se agitaba de arriba abajo.

—Señora, entienda que estamos ante un asunto crítico.

La mujer revisó la entrepierna: notó que la paciente soltaba un líquido cristalino.

—¡La fuente se reventó, ahora vuelvo! ¡Voy por el doctor!

 

 

43

 

En el preciso momento en que Rocío estaba en proceso de parto, del otro lado del mundo Jano se preparaba para ir a la universidad. Antes de eso, tenía tiempo para un desayuno. Poco a poco se acostumbró a la vida solitaria. El departamento nuevo lo había llenado de chácharas medievales que compró en las últimas semanas, en un acto compulsivo de rellenar los espacios vacíos. Helena hizo notar en alguna ocasión que tantas cosas terminarían por no caber. “Pero en éste ajustaré todo lo que quiera”, exclamó jubiloso cuando llevó la última de sus adquisiciones: una armadura de placas completa. Emocionado, sacó todas las partes de la caja de madera donde se la dieron. Sabía que las armaduras fueron esenciales para los caballeros, pues los resguardaba de las acometidas que sufrían en la lucha cuerpo a cuerpo. Una armadura de batalla completa no podía pasar de los veintinueve kilogramos; se esperaba que ese equipo, bien articulado, diera una completa movilidad, de modo que se pudiera montar rápido a caballo ante una emergencia, sin utilizar estribos. La armadura de placas articulada por completo que se desarrolló en la primera mitad del siglo xv recibió el nombre de gótica por su énfasis en las líneas verticales y su silueta puntiaguda, reminiscencias de la arquitectura de este mismo estilo. Una de estas armaduras era la que estaba frente a sus ojos, con todas sus partes. Era plateada, con figuras en bajorrelieves dorados. Fue armando pieza por pieza, limpiándola, puliéndola, memorizando con devoción obsesiva el nombre de cada una de ellas. Incluso había adquirido la espada, el escudo y la lanza por un módico precio. Una vez que la tuvo hecha, se la puso con la intención de sentirse uno de esos caballeros. Le reconfortaba sentir los casi veintinueve kilogramos que pesaba el traje. Había adquirido incluso un espejo de cuerpo entero para admirarse todas las noches. Con la armadura puesta, se pasaba horas frente a la computadora tratando de escribir alguna línea, pero las ideas parecían embotadas en un rincón óxido del siglo xv. De alguna manera creía que si ponía las condiciones los párrafos literalmente saltarían de sus dedos al teclado.

Paró su coche en un restaurante; le gustaba rodearse del bullicio de voces. Esos sonidos de cierta manera lo acompañaban el resto del día, hasta el momento en que se calaba la armadura antes de dormir. Los estudiantes dejaron de hacerle preguntas acerca de su vida, lo cual alivió las tensiones de explicar su comportamiento huidizo.

Pidió al mesero un desayuno ligero; éste indicó que debía servirse él mismo, dado que había buffet. Un televisor se encendió. Jano se dirigió a la barra de comida. Tomó un plato grande para servirse lo que llamara su atención. De reojo veía en la pantalla uno de los noticieros matutinos. Una vez instalado en su mesa escuchó que la voz del conductor anunciaba una nota importante: al otro lado del mundo, en la isla donde vivió, donde estaba su amigo Polo, acababa de morir trágicamente el presidente. (También en ese instante, en el otro hemisferio, un nuevo miembro del planeta era sacado del vientre de su madre, en una clínica de un pueblo cercano a la Ciudad Más Grande del Mundo; la mujer había sido inyectada en cuatro ocasiones en la columna para que no sintiera dolor, debido a la cesárea.)

Jano no dejó de ver el monitor. Las escenas señalaban que el nuevo presidente de la república de ese lejano país había sido acribillado por un desconocido. El asesinato se perpetró en una de las colonias más populares de una ciudad famosa por sus burdeles y cantinas. Jano observó con atención. La noticia podía ser una broma. Además, ¿para qué continuar asegurando que su candidato era el presidente?; por lo que platicaba con Polo, el otro era el bueno. Sin embargo, las imágenes seguían diciendo otra cosa. Transmitían sin cortes publicitarios. Mientras narraban los hechos, nuevas escenas mostraban la grabación de un aficionado donde se veía, sin precisión, con la imagen distorsionada, cómo un hombre disparaba en la cabeza del mandatario. Alguien de la calle entró gritando que el presidente de un lejano país había muerto a manos de un solo hombre.

 

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