40 rollos de amor
Un sábado por la tarde caminaba Valeriano en una calle atestada de autos, detenidos unos detrás de otros debido a la lenta circulación de la hora. Cuídate, le había dicho aquella mujer cuando se despidió de él. Cuídate, repitió mentalmente y recordó al gran Sócrates que aconsejaba cuidar el alma antes que todo lo demás. Traía poco dinero y cuestionó entonces el para qué de su cuidado, algo tan banal y fuera del alma, y consideró que engullir media torta gigante cuidaría su cuerpo antes que su alma pero entendió que en el mismo cuidado, su alma se sentiría también feliz, como su cuerpo. Después se reprochó tan simple meditación y supo que estaba equivocado. Sólo sentía hambre, a secas. Se entretuvo, mientras caminaba, imaginando a cualquiera de los automovilistas haciendo sonar un claxon con sonido a balacera y la forma en que muchos huirían del lugar para vivir, un poco más tiempo, como habían subsistido hasta ese día, descuidando su alma, (se le ocurrió en el momento y sonrió) preocupados por otras muchas cosas. Se dijo que jamás podría cambiar a nadie más que a sí mismo y, bajo riesgo de obsequiarse más de tres zapes por mostrarse cierta luz que alumbrase su caverna, enorme por cierto, supo que tampoco alguien podría cambiarlo, encontrando otra forma más de asignarle menor importancia a lo que se pudiera pensar de su persona. Agradeció en silencio a su padre por el nombre que escogió para su hijo. Entró a una cafetería que expendía suculentas tortas de varios tamaños y tomó asiento en un sillón dúplex que compartía el respaldo con la siguiente mesa, a espaldas de donde se sentaría él, en el área de mesas atornilladas al piso. Tomó asiento, ordenó su torta favorita y un agua de horchata de arroz, sólo después de saber si era natural o a base de los concentrados comerciales que tanto lo desagradaban. Valeriano esperó la torta un rato. Detrás de él, a la mesa contigua, se sentaron dos mujeres, que por sus voces, delataban juventud y viveza. No volteó Valeriano a verlas pero, sí aguzó el oído para ver si había más personas o eran sólo ellas y puso más atención cuando hablaban de unas profecías escolares. Recordó el enigma de la vida de Sócrates y al oráculo de Delfos, el ombligo del mundo. Las mujeres hablaban de las profecías de una pitonisa escolar, más bien, un profesor, de cierto humor negro, que vaticinaba con sorna y ligereza los oficios de sus estudiantes en su etapa adulta. Imaginó al profesor imaginando a sus estudiantes como discípulos griegos, hecho que escandalizaría a casi todos en la actualidad y volvió a sentir aversión por sus profesores tradicionalistas. Proyectó, muy divertida por este tipo de relaciones maestro-discípulo en aquella Grecia, a una de las mujeres que hablaba en el restaurante, y la situó en aquel salón de su adolescencia, mientras los hombres, amigos de ella, discípulos de aquella pitón moderna, rogaban por aprender. Comprobó Valeriano que los valores no pueden ser universales o inmutables. -A unos de mis compañeros, que eran muy serios, les dijo que harían películas mudas- relató ella- y aquellos no dijeron palabra alguna-continuó. Rio la amiga y preguntó-¿qué te dijo a ti? –A mí me dijo que iba a ser reportera de espectáculos- contestó, cosa que provocó que la amiga riera un poco más y Valeriano la acompañó con una carcajada. La supuesta reportera de espectáculos se mostró inconforme con el vaticinio en aquellos años pasados; hoy, le hacía gracia. –Ayer me lo encontré y platicamos- siguió aquella voz. –Le conté que trabajo en exposiciones artísticas y se sorprendió un poco- concluyó ella. –Ya te viera correteando a los dizque artistas de la tele- se burló la amiga –seguro lavabas toda la clase- añadió y ella la interrumpió –…o pensaba que era yo muy pendeja- afirmó, nada complacida con la interpretación del enigma vocacional. Valeriano coincidió con ella sobre ese razonamiento y reconstruyó mentalmente la escena de aquel salón de clases: varios jóvenes, en horribles uniformes, dentro de un espacio que busca la sabiduría y la libertad pero que los homogeniza, o por lo menos los achata, y una pitón urbana, erguida, lanzando enigmas para ser interpretados por aquellas personitas que, sesgadamente, sabían que aquél simulaba ser sabio. Después de recrear la escena para sí, volvió a la Apología de Sócrates. La torta llegó y Valeriano prestó atención a ambas situaciones, a escuchar atentamente a las mujeres y a cuidar su cuerpo, a reírse y a disfrutar de matar el poco dinero que poseía en esos momentos, dándole gusto pasajero al cuerpo. La amiga preguntó por la familia de ella. –Mis hermanos están bien los muy hijos- comentó y rio de buena gana. –La semana pasada que fui a la casa de la jefa me encontré al menor. Platicamos un rato y cuando le pregunté si pensaba tener novia, ¿qué crees que me dijo?-¿Qué?- preguntó la amiga y su tono de voz delató que intuía una respuesta esperada, preámbulo de risa. –Me contestó muy tranquilo el cabroncito, viéndome fijamente a los ojos: ¿y la dieta? Ya llevas tres platos- culminó ella. La amiga rio de buena gana y le relató su más reciente encuentro con uno de sus hermanos. –Así es mi pinche hermanito también- lo recordó con cariño. –El otro día me estaba viendo al espejo y de mensa comenté que estaba engordando un leve, que los años no pasan en vano. Le pedí que me dijera que no era así y ¿sabes qué me dijo?- y luego se contestó ella misma e imaginé que la otra abría los ojos y esperaba para reírse también. –Me dijo muy quitado de la pena, te voy a elogiar algo hermanita para que te sientas mejor: tienes muy buena vista-. Valeriano volvió a reír mientras mordía la torta y practicó morder y reír al mismo tiempo, sincronizando las acciones, intentando mover de arriba abajo la cabeza al mismo ritmo que su mandíbula. -¿Y tu marido?- quiso saber la amiga. Percibió Valeriano un bajón de volumen en su respuesta. –El mareado, pues no ha vuelto- aseveró ella. –Ya va a volver- consoló la amiga. –De que vuelve, vuelve, pero no sé cuándo- aseguró ella. –Sí. Sí vuelve- profetizó la amiga. -El último fin de semana que estuvo fuimos al súper. Por eso sé que sí vuelve- prosiguió ella. -¿Cómo?- solicitó aclaración rápidamente. –Es que es medio codo- contestó ella–. -¿Y eso qué?- se interesó un poco más la interlocutora. –Ah, pues por la ida al súper-. -¿El súper?- se confundió un poco la amiga y también Valeriano. –Sí,- repuso ella y continuó –había oferta de papel del baño y salimos como el Pípila, digo, salió él- corrigió-, cargando un mega paquete de papel en oferta de dos por uno- concluyó. Rio gustosa la amiga y Valeriano entendió poco. –No, pues seguro vuelve por el papel- se burló la amiga y ella rio también. –Quizá esté aguantándose las ganas de ir al baño para cuando regrese- añadió la amiga y volvieron a burlarse. –Sí,- continuó ella -si lo uso y cuando llegue no hay nada, segurito me pide el divorcio- remató y rieron ambas. Valeriano comprendió y explotó en una carcajada, expulsando un trozo de lechuga, el cual aterrizó cerca de la cátsup. Trató de contener la tos. –Pásale la salsa- recordó sugerir a un amigo en tales casos de ahogamiento y logró beber un poco de agua de horchata. Estiró la mano para tomar una servilleta y desvió la atención a colocar un escudo frente a su boca mientras intentaba tragar. Una mesera caminó por el pasillo cuenta en mano. Valeriano volvió a estirar las orejas pero ellas ya pagaban su consumo y agradecían a la camarera por el servicio.