Arzac y el bluff
A quienes los dioses quieren destruir, empiezan por enloquecerlos de vanidad. Cuando las personas no tienen temple moral o solidez mental, con cualquier carguito gubernamental o con cualquier enriquecimiento económico se deschavetan y empiezan un proceso esquizoide que les induce a verse, no como son, sino como alucinan que les inviste su nueva condición. En realidad siguen siendo chiquitos y lerdos.
A quienes los dioses quieren destruir empiezan por enloquecerlos de vanidad. Frase de un maestro que entendía la HIBRIS “que se refiere a la violencia ebria de los poderosos hacia los débiles” nos indica con claridad que la soberbia, la arrogancia, la petimetría o el pirrurrismo crematístico o político lleva al precipicio. La lección de Juan Mari Arzac, un viejo restaurantero en Donostia, no debe olvidarse, él era un cocinerillo empeñoso, chaparrito y simpático, que aprendió lo que todos saben de la cocina tradicional euskera, más él se lanzó con mayor empuje y le empezó a ir bien, pero en la medida que subía económicamente, bajaba moral y carismáticamente, se la creyó.
En proporción a su ascenso, caía más y más, empezó a engañar a los clientes y a cobrar desaforadamente, abusivamente, se empezó a creer guapo y grande, le puso tacones ocultos a sus zapatos para verse más grande y siguió engañando a los comensales que creían que les daba platillos sofisticados y sabrosos, los blufeaba, aprovechaba su ignorancia y les daba los vinos más caros haciéndoles creer que eran para maridar sus aberrantes excentricidades culinarias.
Paul Samuelson, el Nobel de economía, ya lo había documentado científicamente, al explicar la “Ley de los Rendimientos Decrecientes” que nos enseñaron John y Úrsula Hicks en Inglaterra. Esta ley económica se aplica también a los empresarillos y a los políticos mediocres y abusivos, que se preocupan más por el nudo de su corbatota o la petulancia de su terno italiano que de servir a la nación y a los cada vez más abundantes pobres y miserables que debería de avergonzarnos no sacarlos de su postración y por el contrario ven sólo opulencias y frivolidades.
Es el síndrome Arzac. Hay cocineros grandes, superiores a él, que siguen siendo sencillos, andan a pie y sonríen con sencillez, saludan de corazón a quienes les venden verduras o pescados, allí está Pablo Sanromán u Oteiza, Arantza o Pujol, Berasategui o Rekondo, el del Ganbara o Arbelaitz, o el más grande de todos los chefs actuales Andoni Luis Aduriz el del Restaurante Mugaritz, que es hoy uno de los dos mejores comederos del mundo. Aduriz es serio, sencillo, al nivel de tierra y con una profundidad filosófica y moral que hace que todos los colaboradores del Mugaritz o proveedores lo admiren, lo respalden o lo adoren, en cambio a Arzac todos lo abominan y lo denostan, aunque pague cada vez más propaganda. La Ley de la Gravedad está también en su contra, cae por su propio peso, el engaña bobos de Arzak, pobre, por eso fracasó en México.
Los políticos y los empresarios acicaladitos que tanto se interpresumen con sus carrazos, sus mansiones, sus yates, sus obras de arte de las que sólo saben el precio pues son incultos y palurdos a cual más, aunque se tomen las fotos con eminencias, deben entender que la era de las farsas se acabó con la Internet y las redes sociales. Un mundo nos vigila. El carnaval se acabó. Vienen días violentos y oscuros, pero la nación saldrá adelante con lo mejor de su pueblo, ese pueblo sin corbata, el verdadero pueblo que sí circula todos los días, aunque mal comido y enojado. Tic tac, tic, tac.
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