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Homenaje a Sor Juana Inés de la Cruz: Belleza y Discreción de Sor Juana Inés de la Cruz

Escrito por Publio Octavio Romero en Lunes, 12 Noviembre 2018. Publicado en Literatura, Política

Colaboración especial

OCTAVIO Paz recuerda: “Cuando yo comencé a escribir, hacia 1930, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz había dejado de ser una reliquia histórica para convertirse en un texto vivo. El que encendió la chispa del reconocimiento, en México, fue un poeta: Amado Nervo. Su libro (Juana de Asbaje, 1910) está dedicado “a las mujeres todas de mi país y de mi raza” (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, 1982)  

     Juana de Asbaje nació un viernes 12 de noviembre de 1648, en San Miguel Nepantla, Estado de México. El conocimiento y valoración de su obra se acrecienta con el paso de los siglos. Pero no siempre fue así. Si en vida Sor Juana gozó del aprecio y reconocimiento de dignatarios eclesiásticos y gobernantes coloniales, durante el siglo XIX conoció más bien el menosprecio. Deslumbrado ante su belleza intelectual, Nervo la redescubre como una mujer habitada por el demonio del conocimiento. Tanta fue su avidez que se dedicó a explorar las más diversas disciplinas: “la gloria de sus escritos y sapiencia—bíblica, teológica, filosófica, humanística, astronómica, y aun pictórica y musical—llenaban el orbe hispánico.” (Alfonso Méndez Plancarte, prólogo a Obras completas, 1957). Mujer de extraordinaria hermosura, fascinó a la sociedad de su tiempo justamente por las cualidades con que supo vestir su espíritu: su amor por la sabiduría.

     Todo parecía confabularse en contra de su vocación, aspiraciones y deseos, no sólo por ser mujer, sino porque además fue hija de madre soltera, de doña Isabel Ramírez de Santillana. Y ante la imposibilidad de asistir a la universidad, Juana Inés realizó estudios por su cuenta en la biblioteca de su abuelo y en la corte de los marqueses de Mancera, virreyes de la Nueva España, de quienes fue protegida. Es en este marco social, regido por una moral estricta, donde resalta el desafío de esta mujer que supo arrebatarles la palabra a los santos varones de la clerecía—monjes, confesores, obispos—y de la nobleza: marqueses, condes y virreyes. En una sociedad que de manera natural se asociaba a la mujer con la ignorancia y al hombre con la erudición, ¿cómo no iba ser escandalosa la conducta subversiva de Sor Juana?  Por eso escribe en uno de sus sonetos: “En perseguirme, Mundo, qué interesas? / En qué te ofendo, cuando sólo intento/ poner bellezas en mi entendimiento/ y no mi entendimiento en las bellezas?”.

     La obra literaria de Sor Juana se identifica con lo mejor de la literatura del Barroco español, con el teatro de Lope de Vega, con el lenguaje conceptista de Francisco de Quevedo y la poesía culterana de Luis de Góngora, a quien ella admiraba.  En sus escritos confluyen la filosofía y la teología, los temas de lo profano y lo sagrado, el lenguaje culto y el habla popular. Fue una prolífica escritora que siempre nos sorprende por su genio poético y por la agudeza de su pensamiento.

     Una de las facetas más fascinantes-- aunque también más controvertida-- de su obra es la que Sor Juana nos muestra en su poesía amorosa. No hay crítico que no se haya sentido intrigado acerca de la “Verdad” de tal sentimiento. Amado Nervo, en un capítulo de su Juana de Asbaje, aborda este asunto de la siguiente manera: “¿Amó alguna vez de amor?  Dicen que sí, que cierto caballero, allá cuando tenía diecisiete años y era dama de honor de la marquesa de Mancera, se le adentró en el corazón, logrando inspirarle un gran afecto; añaden que este gentilhombre estaba muy alto para que Juana, hidalga pero pobre, pudiese ascender hasta él; otros [dicen que el caballero] murió en flor cuando iba ya a posarse sobre sus manos unidas la bendición que ata para siempre. Juana de Asbaje, inconsolable, buscó alivio en el retiro” (p. 78). Y luego de comentar algunos testimonios de biógrafos, estudiosos y escritos de la misma poetisa, Amado Nervo concluye: “Amó, pues, Sor Juana y amó mucho” (p. 80).

     Otros críticos hay que se enfrascan en ociosas especulaciones acerca de la “naturaleza” de este amor. Sea como haya sido, y como siempre, la verdadera vida de un autor está en sus escritos. De esta manera, cada lector de los sonetos, décimas, redondillas “de amor y discreción” y villancicos, irá dibujando su propio retrato. En esos poemas se leen las sutilezas de un alma enamorada, con toda la gama de coquetería, vanidad, celos y demás componentes de que está hecha la experiencia amorosa. En suma, lo que leemos en Sor Juana es el hechizo de una pasión amorosa en la que el deseo erótico juega un papel para nada inocente: “Amor empieza por desasosiego,/ solicitud, ardores y desvelos;/ crece con riesgos, lances y recelos,/ susténtase de llantos y de ruego.” 

     En ocasiones el sentimiento entra en conflicto con la razón. Con ello, Sor Juana no hace sino prolongar una tradición que ella retoma de los poetas del Siglo de Orto: la atormentada relación dramática y conflictiva entre el cuerpo y el alma, que en los poemas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz se traducen en expresiones de un refinado erotismo (misticismo). Eros y Tanatos desgarrándose las entrañas, afloración de pulsiones que simultáneamente se desean y rechazan, se buscan y rehuyen. Extrema neurosis del lenguaje, tal como se advierte en las paradojas de Santa teresa: “Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero/ que muero porque no muero.” El soneto que aquí se reproduce ilustra los dilemas a que seguramente se veía constantemente enfrentada.

     Innumerables son los estudios que eruditos, filólogos y biógrafos han explorado su obra: el jesuita Diego Calleja, su primer biógrafo, Ermilo Abreu Gómez, Jorge Cuesta y Javier Villaurrutia, Alfonso Méndez Plancarte, Francisco Monterde, Antonio Alatorre, Ludwig Pfandl; y no podían faltar las mujeres: Gabriela Mistral, Dorothy Schons, Frida Schultz y Elizabeth Wallace, entre otras. Octavio Paz dedicó gran parte de sus últimos años a la escritura de la más completa y exhaustiva biografía de la “Décima musa”: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fé (1982), y  no pudiendo sustraerse a sus encantos, le escribió una “Oración fúnebre”: “Juana Inés de la Cruz, cuando contemplo/ las puras luminarias allá arriba,/ no palabras, estrellas deletreo:/ tu discurso son cláusulas de fuego.”

     Contagiada por la peste que asoló la capital del Virreinato, Sor Juana murió a las cuatro de la mañana del 17 de abril de 1695.

 

Publio Octavio Romero

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SONETO

 

Al que ingrato me deja, busco amante;

al que amante me sigue, dejo ingrata;

constante adoro a quien mi amor maltrata;

maltrato a quien mi amor busca constante.

 

Al que trato de amor, hallo diamante,

y soy diamante al que de amor me trata;

triunfante quiero ver al que me mata,

y mato al que me quiere ver triunfante.

 

Si a éste pago, padece mi deseo;

si ruego a aquél, mi pundonor enojo:

de entrambos modos infeliz me veo.

 

Pero yo, por mejor partido, escojo

de quien no quiero, ser violento empleo,

que, de quien no me quiere, vil despojo.

 

                   

                     Sor Juana Inés de la Cruz

 

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