Crónicas Sudcalifornias: QUIMERA DE LOS 200 DÍAS
Uno de los aspectos que exigen revisión y corrección en México es el que refiere al mito de los 200 días que teóricamente se deben laborar en las instituciones básicas de enseñanza. Esa bicentena de días de trabajo escolar sigue siendo sólo una falacia oficial en la que nadie cree porque en ningún plantel se cumple.
Es verdad sabida por las propias autoridades que en el momento de planear el año lectivo, los directivos y maestros tienen que hacer un descuento de, por lo menos, 20 % de esos 200 días (40 días hábiles) por concepto de suspensiones debidas a un amplio espectro de motivos, en especial los relacionados con celebraciones: los días del niño y del estudiante, de la madre y el padre, del maestro, etc., hasta el de muertos y, en el peor de los casos, el de jálogüin, que como temas de estudio son, desde luego, necesarios para la formación de los niños y adolescentes, pero de ningún modo pretextos para suspensión de labores docentes.
Al menos en el calendario del ciclo escolar que comienza este 24 de agosto quedaron fuera los puentes.
Las interrupciones se producen también en la ausencia de los profesores debida a permisos económicos y licencias por enfermedad (a los que tienen derecho, por supuesto). A ello ha de sumarse la asistencia de algunos grupos a desfiles y comisiones diversas, y todo lo demás que dicte la experiencia de cada cual.
El problema que tales festejos presentan al rendimiento escolar es que su preparación requiere empleo de horas y jornadas enteras en que la tarea del aula ha de ser irreparablemente abandonada. Pero hay más aún: los gastos que la familia debe efectuar a efecto de proveer a sus pupilos para el cumplimiento de esos fines.
Fines perfectamente prescindibles, al cabo.
Porque tales fiestas son primordialmente de índole familiar, no necesariamente del ámbito escolar.
Porque generalmente los festejados acuden al convite con desgano, ya que “siempre es lo mismo”, “igual que todos los años”, “pura perdedera de tiempo”, como se escucha opinar.
Porque los mismos organizadores acaban por hacerlos para cumplir un deber que impuso la costumbre, bajo el signo de la rutina, sin propósito de innovación.
Porque conllevan erogaciones innecesarias al presupuesto familiar.
Porque en su elaboración se dedica un tiempo que puede, debe ser dedicado mejor a cumplir los fines educativos, que es, de modo principal, para lo que enseñantes y discípulos se encuentran en la institución.
Porque, finalmente, la escuela se crea así una distorsionada imagen social de desperdicio de tiempo e incumplimiento de sus obligaciones fundamentales.