Crónicas Sudcalifronianas, del autor Eligio Moises Coronado: REFORMADORES Y REFORMAS
Los reformadores de la sociedad, la política, la economía y demás parcelas fundamentales de la coexistencia humana, han debido enfrentar, en su tiempo y circunstancia, las consecuencias del empeño transformador que han emprendido con visión que sus contemporáneos fueron incapaces de asimilar por temor al cambio o porque éste les afectaba o amenazaba de algún modo sus intereses.
Así, cada acción en tal sentido produjo una reacción que, como se sabe (de acuerdo con la tercera ley de Newton), es igual y contraria a la causa que la originó. Pese a esta certeza fatal, el momento histórico elige en cada ocasión a quien o quienes han de asumir el deber de llevar a cabo las modificaciones que son ya imprescindibles e inaplazables.
Cuando finalmente logran implantarse, sus potenciales beneficiarios quieren y exigen siempre que las modificaciones ocurran de la noche a la mañana, lo cual es humanamente imposible ya que, pasar de un estatus de rutina y conformidad, a otro en que sufren el inevitable resquebrajamiento los viejos esquemas, los anquilosados usos y costumbres, pide por lo menos el cambio respectivo de mentalidad, de las maneras de creer y actuar.
El reformador por antonomasia es ciertamente el fraile agustino Martín Lutero, alemán precursor de un cisma religioso en el siglo XVI cuyas consecuencias perduran hasta nuestros días.
Localmente y en vías de ejemplos recordemos la serie de reformas que mediante leyes indujo el presidente Benito Juárez para dar un giro necesario a materias que desde el ingreso de México a la vida independiente era necesario para el desarrollo de nuestra joven república. Las reacciones fueron tan terribles que suscitaron, por lo menos, una guerra intestina y una intervención extranjera, pero al final adquirieron la virtud de abrir espacios que requería el progreso general de los mexicanos.
Las reformas que la educación nacional ha recibido a partir de la consolidación de la Revolución Mexicana mediante su documento constitucional promulgado en 1917 (luego de largos y talentosos debates sobre esta materia en la tribuna del legislador), son otros tantos paradigmas del afán de cambio, así como manifestaciones de la adecuación que en cada etapa se ha buscado a fin de que este ramo sustantivo de la vida del país responda adecuadamente a las aspiraciones que se tienen para su avance.
Las once reformas iniciadas por el ejecutivo mexicano y aprobadas por la mayoría parlamentaria en los recientes dos años, eran sin duda impostergables para mudar las estructuras públicas y darles la viabilidad que se esperaba de ellas desde hacía mucho tiempo.
Como en todo proceso de reformas que se respete, las del presidente Enrique Peña Nieto han debido contender contra los intereses creados, la incomprensión y hasta la falta de lecturas de su contenido profundo y las bondades que anuncian, pasando por las oposiciones que cumplen así su función natural de oponerse sistemáticamente a todo lo que provenga del ejercicio del poder.
Pero ahí están ya las reformas diseñadas con visión de estado e intención progresista, y constituyen por sí mismas las nuevas reglas de nuestra convivencia para mejorarla, para conducirnos a estadios de mejor nivel y cumplir muchos proyectos diferidos por las usanzas tradicionales y el muelle beneplácito que se rebela y cuestiona “¿para qué cambiar si así lo hemos hecho siempre?”
Lo primero que debemos reformar, pues, son nuestras estructuras mentales, para estar en aptitud de subirnos al carro de la historia y dejar de ver desde la acera el desfile de los que avanzan, para incorporarnos con entusiasmo y convicción a la marcha.