CUNA INMORTAL
Hasta hace no mucho tiempo –digamos sesenta años, ¡gulp!- era común la transferencia o traspaso de diversos objetos domésticos de padres a hijos, de hijos o primos mayores a menores, incluso entre vecinos de pobres a paupérrimos. Mi prima Laura siempre me dejó sus pantalones de mezclilla de marca, con pequeños ajustes aquí y allá me duraban una eternidad. Eran las primeras enseñanzas de economía, austeridad y prudencia en el gasto familiar. Una de esas historias de herencias es la de la cuna inmortal.
Como todo bebé digno y respetable que fui, tuve una cuna. Lógicamente no era de las que ahora se convierten en nave espacial con apretar un botón. Pero de los avances tecnológicos que aquella legendaria cuna podía presumir era que uno de los barandales se podía ajustar a dos niveles de altura, uno alto para evitar que el chamaco se fuera al vacío y otro bajo para facilitar que la madre, o sustituto de ella, le cambiara el pañal sin apachurrarse la panza contra el barandal. En su época de oro la cuna contó con un brazo ajustable desde la cabecera de donde podía colgar una delgada tela a manera de mosquitero. Donde vivíamos, la cercanía al rastro hacía de este aditamento un instrumento fundamental para la sobrevivencia del recién nacido ante el peligro de ser devorado por las moscas. Después, con la clausura de ese matadero de reses, desaparecería el tapete negro de moscas por toda la colonia y desaparecería también, por inútil, ese bracito metálico. Disfruté de mi cunita sólo un año ya que el producto del segundo embarazo de mi madre me desplazó. Después de una primer repintada y ajuste de clavos y tornillos la cuna quedó lista para el relevo. A mí me mandaron a una vulgar cama individual rodeado de almohadas para no azotar contra el suelo. Cuatro años después la cuna sufrió una segunda rehabilitación con el advenimiento del siguiente carnal, el tercero de la lista. Entonces la cirugía al aposento fue mayor. Dicen los testigos que el colchoncito estaba casi desecho e irreconocible por el sinnúmero de miadas y cagadas recibidas. Tuvo que cambiarse. La cabecera y la piecera se sometieron a un lijado profundo debido a que una manía surgida quién sabe de dónde, nos hacía morderlas son saña dejando un profundo surco en ellas. Dicen que las astillas que nos tragamos pudieron perforarnos una tripa, pero nada pasó. Y desde luego tuvo que aplicarse otra mano de pintura. Unas camitas gemelas llegaron a casa para alojarnos a los desplazados de la cuna. Diez largos años pasó el tercer hermano disfrutando de la cuna que ya le quedaba chica a esa edad. Lo recuerdo durmiendo tanto bocarriba como bocabajo con las piernas y brazos colgando de los barandales como cáscaras de plátano porque ya no cabía, pero no se quejó nunca de alguna incomodidad, al contrario, se le veía feliz porque, según él, seguía siendo el bebé de la casa. Cuando ya nadie lo esperaba, llegó el cuarto parto de la madre y con ello un nuevo cambio de dueño de la cuna. La recámara, que compartíamos todos los hermanos, estaba en un permanente congestionamiento, era ya intransitable. Entonces unas literas chaparras de tres niveles vinieron a aliviar el apretujón, pero la cuna si bien era inamovible, también había quedado casi irreconocible por el servicio prestado a la comuna. El modelito ya pasado de moda, el bamboleo de las patas y las tres capas previas de esmalte descubiertas en manchas aquí y allá la hacían ver como un pequeño monstruo cuadrúpedo antediluviano titubeante. Pero nada amilanó a la familia que puso manos a la obra y la dejó reluciente para el siguiente inquilino, quien la habitó otros ocho años hasta que dejé el hogar paterno y con ello quedó vacante una de las literas chaparras. Eso sí, nunca dejé de pensar en “mi” cuna.
La historia de la cuna inmortal no paró ahí. Como nunca faltan familiares más pobres que uno relatan que fue a seguir prestando sus servicios con una prima que no tenía dónde depositar a su bodoque recién parido, después le perdimos la pista a la cunita. No podría asegurarlo, pero no sería raro que a estas alturas la cuna todavía estuviera en pie de lucha, soportando chillidos y excrecencias de la tercera generación.