Cuna Transgeneracional
Como todo bebé digno y respetable que fui, tuve una cuna. Lógicamente no era de las que ahora se convierten en nave espacial con apretar un botón. Pero de los avances tecnológicos sobresalientes de aquella cuna prehistórica se podía señalar que uno de sus barandales se podía ajustar a dos niveles de altura, uno alto para evitar que el chamaco se fuera al vacío y otro bajo para facilitar que la madre, o sustituto de ella, le cambiara el pañal sin apachurrarse la panza contra el barandal. En su época de oro la cuna contó con un brazo desde donde colgaba una delgada tela a manera de mosquitero. El funcionamiento del rastro en la colonia en donde vivíamos provocaba la existencia de una eterna nube de moscas por lo que ese aditamento era un factor fundamental para la sobrevivencia del recién nacido. Después, con la clausura del matadero de reses, desaparecería el tapete negro de moscas que cubría la colonia y desaparecería también, por inútil, ese bracito del mosquitero. El producto del segundo embarazo de mi madre me desplazó de la cuna y ésta, después de una primer repintada y ajuste de clavos y tornillos, quedó lista para el relevo. A mí me mandaron a una cama individual rodeado de almohadas para no cabecear el suelo. Cuatro años después la cuna sufrió una segunda rehabilitación con el advenimiento del siguiente carnal, el tercero de la lista y el más flaco. Entonces los cambios estructurales a la cuna avanzaron. Dicen los testigos presenciales que el colchoncito estaba casi desecho e irreconocible por el sinnúmero de meadas y zurradas recibidas. Tuvo que cambiarse. Las cabeceras se tuvieron que lijar debido a que una manía surgida quién sabe de dónde (algunos mal intencionados afirman que el hambre) nos hacía morderlas son saña dejando un surco a todo lo largo de ellas. También dicen que las astillas que nos tragamos los hermanos maderófagos pudieron perforarnos una tripa, pero nada pasó. Y desde luego tuvo que aplicarse otra mano de pintura a la multicitada cuna. Unas camitas gemelas llegaron a casa para alojarnos a los dos desplazados de la cuna. Diez largos años pasó el tercer hermano disfrutando de ella. Lo recuerdo durmiendo tanto bocarriba, como bocabajo con las piernas y brazos colgando de los barandales porque ya no cabía, pero no se quejó nunca de alguna incomodidad, al contrario, se le veía feliz porque, según él, seguía siendo el bebé de la casa. Cuando ya nadie lo esperaba, llegó el cuarto parto de la madre y con ello el cuarto cambio de dueño de la cuna. La recámara, que compartíamos todos los hermanos, era ya intransitable. Entonces unas literas chaparras de tres niveles vinieron a aliviar el congestionamiento, pero la cuna si bien era inamovible, también había quedado casi irreconocible. El modelito ya pasado de moda, el bamboleo de las patas y las tres capas previas de esmalte descubiertas en manchas aquí y allá hacían ver a la cuna como un monstruo cuadrúpedo antediluviano al borde de la extinción. Pero nada amilanó a mi padre que puso manos a la obra y la dejó reluciente para el siguiente inquilino, que la habitó otros ocho años.
La historia de la cuna inmortal no paró ahí. Como nunca faltan familiares más pobres que uno relatan que fue a seguir prestando sus servicios con una prima que no tenía dónde depositar a su bodoque recién parido. No podría asegurarlo, pero no sería raro que a estas alturas la cuna todavía estuviera en pie de lucha, soportando los chillidos de la enésima generación.
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Fernando