DOS TEXTOS SESENTAIOCHEROS
Lucy Castillo se preparaba para la manifestación de esa tarde del 13 de septiembre, la propaganda gubernamental había creado una atmósfera sofocante en contra del movimiento estudiantil acusándolo de terrorismo, conspiración y lo que resultara. Todos los medios sin excepción eran un coro que repetía los boletines oficiales del gobierno. Estaba fresca en la memoria de Lucy la manifestación del 27 de agosto donde medio millón de personas marcharon pacíficamente del Museo de Antropología al Zócalo; la prensa del día siguiente informaba que “unos cientos de estudiantes escandalizaron en las calles ofendiendo a la ciudadanía”. Ella y sus hermanos como parte de los preparativos envolvieron volantes de información hechos en mimeógrafo con papel revolución tamaño media carta para repartirlos en la marcha. Al empezar la comida don Roberto, su papá, se levantó dirigiéndose a todos en la mesa: “Quiero decirles algo muy especial. Hoy no van a salir a ninguna parte, se los advierto de una vez y no voy a discutirlo”; luego, dirigiéndose a doña María la madre de Lucy: “Y tú vas a cuidar de que eso que acabo de decir se cumpla. Sobre de ti queda esa responsabilidad”. Se oía el zumbar de una mosca durante el resto de la comida a cuyo término el papá de Lucy se fue a trabajar.
Antes de las cuatro de la tarde les dijo doña María a sus tres hijos: “Bueno, como ya quedamos, se van a ir con mucho cuidado y terminando la manifestación se viene directo a la casa, no quiero problemas con su papá, nada de quedarse a una asamblea ni nada por el estilo”.
Lucy tomó su bolsa de baqueta y su chamarra de cuero, que según ella la protegía en esas actividades, y junto con sus hermanos tomaron el camión a Chapultepec. Al llegar miles de personas ya estaban reunidas en un ambiente festivo, carteles hechos a mano sobre cartulina, mantas de varios metros clavadas sobre barrotes eran sostenidas por jóvenes, se organizaban los contingentes por escuela, colonia o sindicato. El Consejo Nacional de Huelga había determinado que esa sería la Marcha Silenciosa para responder así a las necedades y mentiras hacia el movimiento, por eso gran parte de los participantes se ponía esparadrapos en la boca. Ya en la marcha Lucy se dio a la tarea de ir repartiendo los volantes a quienes desde las banquetas observaban la manifestación. Sólo se escuchaban los pasos de los contingentes, ni una voz ni un grito se oyeron durante las horas que transcurrieron con los marchistas levantando sus brazos haciendo la “V” de la victoria con la mano. Ya oscurecía y Lucy seguía repartiendo propaganda sobre la avenida Reforma cuando sintió que alguien la tomó de la mano con fuerza. Casi se desmaya creyendo que era un policía. Levantó la mirada lentamente y vio a su padre con una sonrisa de oreja a oreja y la mano en alto haciendo también la “V” de la victoria.
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Fausto Trejo casi corría cruzando la plaza de Tlatelolco, se le había hecho tarde y estaba programado para ser el quinto orador del mitin como representante de la Coalición de maestros. Sin darle importancia vio cuando un helicóptero lanzó luces de Bengala. No alcanzó siquiera a llegar a las escaleras del edificio Chihuahua desde cuyo tercer piso los responsables del acto se dirigían a la multitud. Una oleada de manifestantes primero se movió hacia el edificio al ver a contingentes del ejército que se aproximaban con sus armas desde el poniente a paso veloz pero instantes después la ola de la multitud regresó al percatarse que del otro flanco también venía otro grupo de soldados. Casi simultáneamente oyó los primeros balazos y quedó paralizado, eso ya no era una provocación como alcanzó a oír que una persona desde el micrófono gritaba tratando de restablecer la calma. Envuelto en el ir y venir de jóvenes que intentaban escapar Fausto cayó aterrorizado, sus piernas no le respondían. La gritería se mezclaba con ráfagas de disparos y órdenes de los militares para que se tiraran al piso. Del tercer piso del edificio Chihuahua alcanzó a escuchar como un pequeño grupo gritaba a coro: “¡Batallón Olimpia, no disparen!” Así lo encontró un joven de no más de veinte años que le dijo: “Vámonos maestro que nos van a matar”. Como pudo Fausto se levantó ayudado por el joven y lo tomó de la mano para correr juntos pero unos metros adelante sintió que el cuerpo del joven se desplomaba ensangrentado de la cara. La formación de médico le permitió a Fausto diagnosticar que la muerte del muchacho fue instantánea, una bala le había cruzado la cabeza, no había nada que hacer. Abrazó el cuerpo inanimado antes de seguir en su intento de escapar. Se tambaleaba pensando que desfallecería de un momento a otro. Un grupo de soldados lo dejó pasar seguramente pensando, por su ropa ensangrentada, que iba herido y que más adelante caería. Así pudo salir de aquel infierno en el que se había convertido la Plaza de las Tres Culturas. Días más tarde lo capturaría la policía para permanecer en la cárcel de Lecumberri hasta 1971 año en el que fue exiliado a Uruguay.
(Los textos son una recreación narrativa de relatos de los protagonistas. Lucy Castillo aún vive, Fausto Trejo murió en 2011 a los ochenta y cinco años de edad)