El cristal de Melissa
Al llegar a Corinto se arrepintió por segunda vez de haberse escapado de su casa. En realidad, no era que hubiese huido de su hogar, sino que había tomado distancia existencial de todo. Ni Ángel, su mejor amigo, supo que iría tan lejos y menos aún se atrevió a contárselo a Natalia, su confidente. A su madrina, con la que ya llevaba viviendo más de dos años, le dijo lo mismo que a todos en su trabajo y en la escuela: “me voy a ir un tiempo al pueblo y los voy a extrañar porque allí todavía no llega el celular”, de esa manera a nadie le sorprendería perder toda comunicación con ella y los que tuvieran alguna curiosidad o interés pensarían en que estaba en Ixtaczoquitlán[1] o algo así, puesto que ni el nombre de esa comunidad recordarían.
No se había escapado de su casa, aunque a su madrina le llamó la atención que sólo llevara una pequeña mochila casi vacía, pero Melissa explicó que allá en el pueblo tenía ropa y que era diferente a la que se utilizaba por acá. Nadie supo que a su amigo el concierge[2] del hotel donde trabajó arduamente durante dos años, le había dejado a guardar una maleta con ropa acumulada durante meses y que recogió el día anterior diciéndole a George el concierge que se iba a su pueblo de Huitzilan para estar un tiempo largo. Con frecuencia, a cada persona que conocía le decía un nombre diferente del pueblo de donde ella había salido. A nadie le importaba.
Pero al llegar al estrecho de Corinto, en la región del Peloponeso en Grecia, pareció despertar de repente y darse cuenta de la barbaridad que había hecho. Aquí en Grecia no tenía amigos, familiares o conocidos. Peor aún, desde luego no hablaba griego y su inglés era pésimo. --“Para acabarla de amolar”, dijo para sí misma, sólo le quedaban en su luida cangurera escasos sesenta y ocho euros que quizá no le alcanzarían para llegar hasta Epidauros, la tierra de Aesclepión o Esculapio, el mitológico o legendario médico del que alguna vez había escuchado historias fascinantes de labios de su padre quien murió o desapareció cuando ella apenas tenía doce o catorce años.
Tampoco era Melissa su verdadero nombre. le había gustado llamarse así porque en la sala de estar de los huéspedes del hotel había un libro que se llamaba El Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, compuesto por cuatro tomos que eran Justine, Clea, Balthazar y Mountolive. Ella sólo leyó el primer tomo que era Justine y quedó fascinada y ahí fue donde descubrió el mágico nombre de Melissa que había de ser su fortuna o tal vez su desdicha.
Su padre le puso como nombre de pila Filadelfa y le explicó, cuando era niña, que era un nombre muy bonito, que era griego clásico y que significaba amiga de Delfos donde estaba el oráculo, donde estaba la sabiduría del lugar sagrado de Grecia dedicado a Apolo, dios de la música y de la medicina, era un lugar de los dioses al pie del Monte Parnaso. La verdad es que ella no entendió nada de eso, pero el cariño con que se lo había contado su padre había quedado grabado en su mente infantil.
A su madre no la recordaba pues había muerto cuando ella nació, pero sí tenía presente que Filadelfa en realidad significaba amor a su hermano: Fileo amor y Adelfos hermano y todas esas cosas hicieron que el único país con el que ella soñara en su infancia y adolescencia fuera precisamente Grecia, que para su inquietud anhelante era sinónimo del mundo o del universo. Corinto era un lugar pequeño pero impresionante por la cantidad de barcos que cruzaban y ella no había visto nunca antes algo parecido a pesar de que desde el hotel donde trabajaba se veían los cruceros enormes que llegaban casi cada semana.
Pero el brusco enfrenón del autobús de segunda, sin aire acondicionado, antes de chocar con esa carreta del campesino en plena entrada a Corinto la hizo sentir como un rayo o un calambre o algo que la hizo reaccionar y decir: Fili (así le decían sus amigas del pueblo) Fili, qué pendeja eres. Y sintió que el mundo se le venía encima. Todo había sido un error.
--¿Qué demonios estoy haciendo aquí?, llevaba más de tres días comiendo sobresitos de azúcar que se agenciaba de todos los restaurantes o cafeterías por donde pasaba y todas las galletas y cuadritos de mantequilla que se había guardado en el trayecto de México a Frankfurt y de Frankfurt a Atenas. Tomó tanta agua y refrescos en el avión, que casi no pudo dormir en las once horas de vuelo por tantas veces que tuvo que ir al baño.
Pero ya aquí en el autobús, este horrible pero mágico museo rodante, donde parecía que todas las mujeres y los hombres hablaban idiomas diferentes y en el que unos parecían sirios, otros turcos, algunas rumanas, otros serbios y casi todos judíos, según lo imaginaba ella, porque no tenía ni la menor idea de cómo vestían y hablaban todas las personas de esas nacionalidades o culturas, pero Melissa era inteligente y observadora y se daba cuenta de que físicamente eran distintas, que eran de diferentes razas, que hablaban distinto y, sobre todo, aunque se quedaran callados o calladas, vestían ropas maravillosas y diversas.
Al igual que todos los pasajeros, tuvo que bajar del autobús para esperar a la policía y decidieran que hacer con el accidente, puesto que uno de los dos bueyes de la carreta había quedado muy malherido y cuando el policía llegó lo primero que hizo fue sacar de la funda tamaño pistolón y darle un balazo en la cerviz al pobre animal para que no siguiera sufriendo.
No entendía lo que les había dicho el chofer que estaba más pálido que una flor de alcatraz, pero ella intuitivamente siguió al grupo y vio que todos se empezaron a servir de comer alegremente de una especie de bufete variado, en cuyas vasijas de barro había lo mismo ensalada de rojo jitomate fresco, lechuga, cebolla y aceitunas negras, que pedazos de puerco asado, unas largas costillas de cordero y piernas de pollos que pareciera que hubieran ido toda su vida al gimnasio avícola pues nunca había visto unos muslos tan gordos de gallina, pato o lo que fuera. Trataba de entender los precios, pero no captaba nada porque todo estaba escrito en cirílico o griego.
Pero Melissa observaba, como si de repente se hubiera convertido en águila o halcón, o en jaguar como los que había en su pueblo de origen y se percató que todos se servían comida a lo bárbaro y refrescos, cervezas o vinos a discreción y nadie pagaba y rápidamente dedujo que la cuenta, valga la expresión, iba por cuenta de la compañía de autobuses porque todos enseñaban el boleto a la dependienta y sonreían. Llenó dos platos bien copados y surtidos y se adueñó del vaso más grande de limonada que había. Se sentó en el primer lugar que encontró vacío.
Esa fue la decisión que cambió su destino, lo sabría, o lo entendería, años después. Si se hubiera sentado junto a otra persona no hubiera ocurrido el milagro. O la tragedia. O ambas cosas. Melissa nunca lograría llegar a la antigua Epidauros y conocer el Templo de Esculapio y el teatro. El teatro de Epidauros semicircular, en la Argólida, que era el sitio donde se celebraban los Asclepeian que eran concursos en honor del médico Esculapio. Melissa leyó que el de Epidauros era el teatro de mayor antigüedad y con mejor acústica del mundo, diseñado por el arquitecto Policleto 400 años A.C. y que era el destino o la meta geográfica que ella se había propuesto para iniciar su nueva vida y, si tenía suerte, vería algunas de las actuaciones o representaciones de grandes actrices griegas interpretando obras de Sófocles o de Aristóteles. Nunca llegaría.
Si hubiera volteado hacia la derecha para platicar a señas con la señora canosa y cara de bondad, toda su vida hubiera sido diferente de allí en adelante, pero su instinto, su debilidad, su hormona de veintidós años o su suerte, hicieron que volteara hacia su izquierda y de manera automática le dijo al tipo: “buen provecho” en idioma español. El griego le contestó ¿What?, Sorry, dijo ella I was speaking in Spanish.
--¿Are you from Spain?, --No, I am from México y de repente, en un paupérrimo inglés de ambos, se encontraron riendo y platicando entretenidamente, ella sintió como si lo hubiera conocido desde toda la vida y le dijo su verdadero nombre: Filadelfa, Filadelfa López, pero todos me dicen Fili y cuando él la miró sonriente le declamó su propio nombre: Aristóteles Mbekas, --soy griego, pero tú también eres griega, porque tu nombre es de mi país y Melissa empezó a contarle toda la historia de su padre, de su infancia, de su pueblo y de su nombre.
Años después, entendería porqué afirmaban los sabios que “infancia es destino” y también porqué en la iglesia de su pueblo, cuando todavía los curas hablaban en latín, el párroco le había dicho delante de su papá “Nómina est númina”. El nombre es esencia y magia. El nombre es numen y numen es la inspiración que siente el artista, lo que anima, favorece o troquela la creación o composición de obras de arte. Pero Numen es también la divinidad de la mitología clásica que protegía lugares, en el sentido en que el poeta Salvador Díaz Mirón utilizó en su poema A Gloria, la palabra numen.
Aristóteles Mbekas le platicó que él trabajaba para una Fundación o algo parecido, que ayudaba a los refugiados a tener alimento básico, un techo dónde guarecerse y mínimas condiciones de asepsia para sus niños pequeños, ya que estaban llegando a Europa muchos migrantes de todas partes del África por el mediterráneo e incluso algunos de Albania o de países eslavos.
Fue entonces donde Melissa pronunció, las peores palabras de su vida, pero que le salieron del corazón o no sé de dónde: “me gustaría auxiliarte”; ha de ser muy hermoso ayudar a la gente por amor, por compasión o por sentido humanitario, pensó mientras su rostro moreno transmitía dulzura y luz.
Aris era un buen muchacho, romántico y desprendido, pero que se había apasionado por las tareas filantrópicas y la Fundación Eleftheria Costopoulos[3] lo había contratado porque se veía activo, simpático y de buen corazón y además era huérfano egresado del hospicio de Atenas, pero había sido apadrinado por uno de los comerciantes más acaudalados del Pireo.
--¿Te gustaría venir conmigo?, te presentaré a los de la Fundación y te contratarán de inmediato, estoy seguro. Melissa ya tenía puesto el piloto automático y se olvidó de que quería ir a Epidauros y de todo lo que era su vida y su sueño. Contestó desde el fondo de su alma: “desde luego que me voy contigo”, ha de ser emocionante servir a todas esas personas que sufren al tener que salir de sus países y pensó en ella misma o en los millones de mexicanos que han tenido que emigrar a los Estados Unidos en busca de sustento y que hoy son vistos por Donald Trump como viles delincuentes y a dos de sus tíos ya los había regresado para Zongolica de donde eran originarios.
Let´s go back to Athens, le dijo Aris sonriendo suavemente. (Ya para ese momento él era Aris para ella y ella era Fili para él). Esperaron allí mismo el primer camión de Corinto para Atenas y se sirvieron un gran platillo de postres y doble café griego cargado. Melissa insistió en pagar los €7.50 de su propio boleto de camión, como para marcar una hipotética línea de independencia, pero la suerte ya estaba echada.[4]
Llegaron al atardecer y nunca el mar Egeo le volvió a parecer tan hermoso a Melissa como ese día, ni al Partenón, luciendo en todo su esplendor en la Acrópolis, lo olvidaría nunca. Aris le dijo que se quedarían en su departamento justo en el barrio de Plakas. Ella seguía con el piloto automático y recordando el cuadrito que tenía en su casa que decía: “Follow your dreams whatever they lead”. Sin embargo, había olvidado el consejo de su abuelo: Nunca cambies camino por vereda.
Al amanecer, la despertó el delicioso olor de café que Aris había preparado y se levantó con una alegría que no sentía desde hacía muchos años. Miró por la ventana del departamentito del cuarto piso y Atenas lucía radiante con ese sol único. Sin que ella se diera cuenta, Aris había bajado sigilosamente a la panadería y trajo unos croissants que le supieron a gloria con el café.
Corrieron y tomaron el metro hacia la Fundación y en menos de una hora Melissa había sido contratada como enlace con los refugiados de habla hispana, principalmente de Marruecos o latinoamericanos que también llegaban de vez en cuando del Ecuador o de Centroamérica. Se sentía inmensamente dichosa. El sueldo que le asignaron fue de 300 euros a la semana más viáticos. Y recibiría un entrenamiento allí mismo, a partir de ya, de una semana. Aristóteles Mbekas fue enviado tres días después a atender un problema urgente a la costa norte pues había un altercado con la policía y 27 inmigrados africanos. Le dijo a Melissa que regresaría por la noche, pero que por las dudas le dejaba la llave del departamento para que ella fuera a descansar cuando terminara la jornada.
Las cosas se pusieron feas entre los africanos, que se hicieron de palabras y de golpes con la policía y para la hora que llegó Aristóteles Mbekas con su camisa y chaleco ad hoc, con los logotipos conocidos de la Fundación, ya hasta los de la ayuda humanitaria de la ONU estaban interviniendo, pero su representante, un canadiense que no tenía experiencia, agravó las cosas y dos de los africanos quisieron escapar corriendo, la policía les marcó el alto a gritos en idioma griego que ellos no entendían y Aris, al tratar de alcanzar a uno de ellos, recibió un balazo de la policía portuaria, justo en la cabeza y falleció en segundos, aunque el africano logró escapar entre las calles cercanas al puerto porque la policía horrorizada por el error de matar a un coterráneo sabía que recibiría el repudio nacional.
Hoy han pasado ya cinco años de aquella tragedia y junto al cristal de colores que le regaló su abuela, Melissa le cuenta al pequeño Aris, que su padre murió como un héroe y que en la Fundación hay una placa que lleva su nombre y que cuando aprenda a leer lo llevará para que la vea. A Melissa todo mundo la adora en la Fundación por lo apasionado de su trabajo y entrega y ella a todo mundo le habla de México y lo maravilloso que es su pueblo. Pronto regresará, dice.
Continuará…
[1] Lugar de lodo blanco en idioma náhuatl
[2] Usado desde el siglo XII en Francia este vocablo para designar a un custodio de un castillo o propiedad, un servicio que en muchos casos los propios hoteles ofrecen y promocionan a sus huéspedes para gestionar, asesorar y facilitar sus requerimientos-
[3] Ελευθερία Kostopoulos Ίδρυμα
[4] Alea jacta est. La noche del 11 al 12 de enero del año 49 AC, Julio César (Procónsul de las Galias en aquel momento) se detuvo un instante ante el río Rubicón atormentado por las dudas.
El río marcaba el límite del poder del gobernador de las Galias y cruzarlo con su ejército y adentrarse en Italia significaba saltarse la legalidad, declararse enemigo de la República e iniciar la guerra civil.
Según su biógrafo Suetonio en su libro “Las vidas de los doce Césares” fue en aquel momento cuando Cesar pronunció la frase arengando a sus tropas a entrar en Italia: “La suerte está echada”.
Sin embargo. Plutarco en su “Vidas Paralelas” sostiene que la frase que realmente pronuncio fue “Anerriphthô Kubos” del dramaturgo griego Plutarco, el favorito del César, que significa “Que empiece el juego”.