EL GENERAL
Para Laura, Marta, Silvia, Cacho, Pepa y Cuau.
La severidad de su rostro con evidentes rasgos indígenas era impactante. Parecía haber sido esculpido a hachazos en palo fierro y luego su piel curtida a base de aguaceros, ventiscas y asoleadas. Su pelo lacio, corto, entrecano, estaba siempre aplastado por el uso de sombrero. Trabajaba desde el amanecer hasta que el sol se ponía. Delgado, de caminar derechito, era de muy pocas palabras. Al menos yo no lo vi haciendo arrumacos a nadie. Era tan distinto a sus hermanos Daniel y José, de carácter más bien bonachón y despreocupado, pocos apostarían porque les ligara una afinidad familiar. Nunca lo averigüé, pero supongo que su infancia se desarrolló en medio de un rudo trabajo rural, su apego al campo y a las actividades que ahí se realizan así lo revelaban. Si con una sola palabra fuera necesario etiquetársele, ésta sería: disciplina. No llegué a revelárselo a nadie pero para mí, mi tío abuelo Juan siempre fue El General y quienes lo rodeábamos, su pequeño ejército. Sus ocupaciones y su hosquedad siempre me mantuvieron distante de él hasta que un día ocurrió un hecho que cambiaría todo. Uno de mis primos -cuyo nombre no revelaré pero que es igual al del último emperador azteca- y yo, como dos animales urdiendo la siguiente trapacería teníamos jugando entre nuestras manos unos raros huevos de gallina de cascarón suave como el de las tortugas. A alguno de los dos se le ocurrió lanzar uno de esos raros huevos lo más lejos posible y allá fue el huevito a estrellarse contra el techo de una de las largas casetas de los gallineros que teníamos enfrente. El sonido del impacto y la mancha que dejó tal parece que disparó un frenesí entre las dos bestezuelas en que nos convertimos porque empezamos a lanzar dos, tres, seis, nueve huevos con el mismo destino del primero, hasta que nos acabamos la existencia de los huevos de cáscara “aguada” como les llamábamos. Y en eso que llega el tío Juan. Vio el estrelladero de huevos y nos volteó a ver. Con su dedo en forma de gancho nos llamó a la cocina de la casa apostada en una loma baja desde donde se dominaba toda la granja. Nos sentó en la mesa y nos puso una de las regañadas más apabullantes y estremecedoras de las que tenga memoria con una peculiaridad, no profirió una sola majadería, ni levantó el tono de su voz. Pero cada frase fue como un aguijón en el alma.
Para rematar hizo una pausa y comenzó a narrar un pasaje de su historia infantil. De aquellos días y meses en que turbas de forajidos en nombre de la Revolución saquearon el pueblo donde vivía, dejándolo sin puercos, ni caballos, ni vacas, ni aves de corral, ni cosechas, ni perros, ni herramientas, ni esperanza. Contó que para darles de comer, sus padres salían a colectar raíces y hierbas silvestres y a cazar uno que otro pájaro descuidado. Imaginé las tribus nómadas de las clases de historia. Platicó calmadamente con voz ronca pero clara lo que era padecer el hambre y sentir el crujir de las tripas por largos periodos de tiempo con toda la familia y la desesperación de sus padres de no poder darles nada.
-Y ustedes tirando el alimento como si fueran piedras, no la amuelen. Eso es peor que un pecado – dijo.
De lo único que no sufrieron fue de sed porque un río pasaba cerca del pueblo, que casi quedó desierto después de los continuos asaltos. De repente alcé la cara, vi el rostro del tío Juan surcado de gruesos goterones de lágrimas, sin emitir ningún sollozo, prosiguiendo la plática. Pensé que era un jefe guerrero en medio de una cruenta batalla de la que no sabía si saldría derrotado o victorioso. Un sentimiento complejo de tristeza, dolor y compasión se encajó en mi estómago como hierro de marcación al rojo vivo. El General se levantó en silencio poniéndose el sombrero.
- No lo vuelvan a hacer –repitió y nos dio la espalda.
Sentí que un lazo muy fuerte de cariño me unió a partir de ese momento con mi tío Juan, pero nunca se lo dije y él nunca volvió a hacer referencia al hecho. Años después, cuando supe que había muerto volví a sentir en el corazón aquel lazo de cariño y en el vientre el sentimiento de dolor, compasión y tristeza que me dejó El General.