El mimo y el payaso
Una plaza pública dio lugar a una rara oportunidad de observación para Valeriano Vergara; un payaso, de enorme y colorida peluca, pantalones flojos y cortos estampados como paleta pirulí, zapatos rojos enormes, camisa blanca de holanes tipo pirata y chaleco con los colores del arcoíris, era seguido de cerca por un mimo, vestido con los clásicos blanco y negro, sombrero pequeño y la cara pintada de blanco. El bicolor imitaba el caminar lento y pesaroso del payaso, quien cargaba en hombros una pequeña bocina y sostenía una maleta. El blanquinegro lo imitó por varios metros hasta que el colorido personaje se detuvo, volteó a ver a su seguidor y se sonrieron mutuamente, ambos muy divertidos. El mimo dio vuelta y el payaso siguió hasta una parte de la plaza donde se instaló para iniciar su espectáculo. Valeriano, sentado en una banca de la plaza, siguió con la mirada al mimo, quien fingía, majestuosamente, abrir una ventana por donde saludaba a los transeúntes. Luego se acercó a un violinista y lo imitó de forma tan precisa, que algunos de los presentes, atentos a cada movimiento, sonreían con su actuación. El payaso se había instalado ya y reunía a sus espectadores a través del aparato de sonido. Poco a poco, muchos de los que caminaban por ahí, se acercaron al lugar donde se presentaría la función callejera. El espectáculo dio inicio con varios chistes que Valeriano no logró escuchar cabalmente y decidió acercarse sigilosamente a la multitud. Aquél colorido personaje callejero contaba que acababa de perder a su esposa y el público reaccionaba empáticamente. Luego fingía tristeza, caminaba cabizbajo y se consolaba diciendo que el honor en los volados y las apuestas tenía que respetarse, y la mayoría de la gente reía a carcajadas. A los que no reían, el histrión les recriminaba su amargura y hasta puso de ejemplo, a varios de los presentes, de amargados y faltos de sentido del humor. Valeriano regresó a su antiguo sitio y buscó al mimo; éste fingía jalar una cuerda pero no lograba reunir las fuerzas necesarias para detener el avance de algún perro o tigre imaginario, el cual lo persiguió después y le mordió el trasero en repetidas ocasiones. Luego se encerró en una caja de cristal onírica que gradualmente se reducía y no pudo salir de ella por varios segundos. El mimo atraía a pocas personas. El payaso, con bocina y micrófono, cuestionaba a los asistentes sobre su lugar de origen al compás de una canción muy popular. Recordó Valeriano un video, en el que se observa a un gran violinista, de fama mundial, que, como experimento, tocaba enérgicamente su instrumento en una de las entradas del metro de una gran urbe; en dicha filmación, sólo algunos curiosos se acercaron a escuchar la música de aquél prodigioso. La mayoría de las personas ni siquiera volteó a verlo en su prisa por adelantarse a los fantasmas de la hora acordada. En cambio, recordó Valeriano, en una estación del metro de la ciudad, una banda estruendosa llenaba los huecos de los túneles desde un pasillo con la pegajosa música de moda mientras un intento de cantante barritaba las delicadas mentadas de la letra de la canción a una mujer ingrata, infiel, traicionera y poca cosa que lo había abandonado; un grupo copioso de gente logró hacer espacio en su apretada agenda para no salir de la estación y bailar y pedir autógrafos a los integrantes de la conocida banda. Trasladó la analogía de la música en el metro a la enorme fila que vio Valeriano afuera de un cine de los nuevos durante el esperado estreno de una película de superhéroes, la cual prometía, en la publicidad en televisión, vistosos efectos visuales mientras el líder de los extra normales salvaba el mundo de un tirano violador de leyes de movimiento, masa, fuerza y gravedad que haría carcajearse al más parco de los físicos experimentales. Un cine cultural, con sillas de plástico y sin aire acondicionado ni palomitas, ni combos por supuesto, apenas si lograba reunir veinte espectadores los primeros viernes de cada mes. La cultura sobreviviendo a la pseudo cultura comercial, pensó Valeriano, no son lo mismo los términos cultura y arte; el payaso vociferando contra sus espectadores quienes, divertidos, ríen al saberse pendejos por no comprender un chistorete en los labios del extravagante; el mimo viendo de reojo su sombrero sobre el suelo, vacío aún, mientras ejecuta un paso redoblado lento y saluda a los invisibles concurrentes en un imaginario desfile militar; el payaso, contando chistes albureros; el mimo, provocando imágenes de objetos, personas, lugares en la mente del que lo sigue con atención; ambos dentro de la cultura, solamente uno dentro del arte.