EL OSO
Oso, así se llamaba un perro chinampo de pelaje disparejo color café descolorido, ojos amarillos pequeños y rasgados, siempre famélico y esquivo. Hace tres años en pleno calor de verano un vago que acarreaba por las calles una jauría hambrienta se me acercó y dijo “escoja, el que le guste por cincuenta pesos”. La mirada misericorde de tal perro me conmovió y lo señalé. “Se lleva a mi mejor perro, es braviiiísimo”, respondió el vago con ese tono muy paceño alargando la ‘i’. “Se llama Oso, porque va a ser enorme y muy lanudo”, prosiguió diciendo el todavía dueño. Era entonces un cachorro de dos o tres meses de edad pero nunca levantó más de medio metro de alzada y su pelo siempre dio la impresión de haber sido trasquilado con mechones largos y cortos azarosamente distribuidos. El origen de las razas de la cual provenía se perdía en el origen mismo de la especie canina. Conformó a partir de ese momento un trío de perros guardianes de un lote campestre, la verdad es que ese grupo guardián infundía más curiosidad que miedo. De los tres el Oso era el más tímido, se mantenía siempre alejado de los humanos, los otros dos eran muy sociables, uno, el Peluso, había sido abandonado por desconocidos en el lote y otro, el Panzón, había sido producto de un trueque por un perro pequeño. De pleitos el Oso nunca quiso saber nada, en cuanto uno de sus congéneres le gruñía dejaba la potencial riña de inmediato. Una mañana al Peluso, un perro loco de regular tamaño, se le ocurrió de buenas a primeras atacar al Oso y casi lo mata. Lo aperingó del cuello y no lo soltaba por más gritos y trancazos que le dábamos en el lomo. En un descuido lo soltó y pudimos quitárselo cuando el Oso ya no oponía ninguna resistencia, casi totalmente asfixiado. Este evento tuvo dos consecuencias, por una parte el castramiento del Peluso y por otra consolidó la personalidad marginal del Oso que renunció a juntarse con ese tipo de amigos traicioneros. El Oso tenía la insana costumbre de revolcarse en estiércol fresco, así embadurnado era feliz y se paseaba hasta con cierto orgullo manando de él el fétido aroma. Fanático de roer huesos no los dejaba hasta convertirlos en polvo. Siempre prefirió la comida casera sobre las croquetas a las que sólo mordisqueaba de mal humor y con trabajo cuando el hambre arreciaba. En sus momentos de reposo rascaba la tierra en el último rincón del lote y ahí se hacía rosca para enfrentar el calor de mediodía o la noche. Tampoco era afecto a los arrumacos ni a ninguna demostración de su ánimo, mientras los otros miembros del trío brincaban y ladraban cuando veían próximo el momento de la comida, el Oso discretamente se acercaba, movía ligeramente la cola y dejaba dócilmente que le pusieran la cadena para iniciar el protocolo de servir su plato.
El pasado fin de semana no quiso comer nada, ni el hueso más suculento le merecía un lengüetazo. Permanecía casi inmóvil y más alejado que de costumbre. Esa tarde a fuerzas le hicimos tragar suero y alimento líquido mismos que vomitó más tarde. Amaneció sin vida al pie de un almendro bajo la sombra fresca de su follaje. Mi hijo y yo lo enterramos en el enorme patio donde tuvo sus correrías junto con sus dos compañeros, en una mañana soleada y calurosa como aquella en la que llegó.