El salero
Ayer se rompió el salero…
Desde mis dedos dio tres volteretas y se hizo añicos en el suelo, granos blanquecinos y diminutos pedazos de cristal causaron conmoción en la cocina.
Es una tragedia.
Sazonar la comida es bastante complicado sin este pequeño artefacto.
La sopa desabrida y el guisado salado.
He buscado por toda la alacena algún repuesto, algún especiero viejo, un botecito pequeño, algún contenedor con orificios que haga las veces de salero auxiliar.
Nada.
Me pregunto por qué si tengo ocho platos hondos no tengo un salero de repuesto.
Aquí vivimos dos y nunca comemos sopa, pero siempre comemos sal, demasiada, si escucho la voz de la nutrióloga.
Hace años robaba saleros cada vez que podía. Lo hacía por diversión y manía, por hacer algo diferente… Era un acto de transgresión diminuta que me daba placer. Atreverme, saberme dueña de algo que no me era propio y la satisfacción de ver el trofeo nuevo en la mesa de la cocina no tenía precio, la ansiedad y el riesgo estaban justificados.
Llegué a tener decenas de saleros de fondas, loncherías, restaurantes, cenadurías diferentes. Incluso uno con un borde dorado y moñito de color rojo proveniente de una boda elegante a la que asistí.
Al final… todos los saleros fueron regalados.
La colección alcanzó para proveer a familia y vecinos de estos importantes invitados a la mesa.
Debí quedarme con uno de repuesto.
Como recuerdo.
Como fetiche.
Como acto de prevención.
JH