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EL VACÍO

Escrito por José Antonio Sequera Meza en Jueves, 26 Noviembre 2015. Publicado en Arte, Literatura

El vacío[1]

 

El agua de los diluvios ha invadido las, ya de por sí, vacías estructuras sociales.  Kafka lo sintió desde hace casi un siglo precisamente: mejor la esencia del insecto. Toda el agua ha llenado los edificios en donde nos refugiamos para intentar encontrarnos a nosotros mismos. Las ventanas están cerradas a lo social, abrimos ventanas de plasma; intento de encontrarnos en otra espiritualidad.

Las estructuras están ahí, bueno, el cascarón de los edificios; ése que no se llena, nunca. Me encanta ver cómo en la navidad la luces adornan de manera barroca ese miedo al vacío, de esa familia; de esa sociedad. La cantidad de las luces es proporcional al vacío de la casa. El tamaño del árbol, de las esferas. Algo falta siempre. Obvio que la navidad, como representación y símbolo, desboca en un consumismo mayor: la ausencia de esa institución religiosa cristina, que ya no representa el espíritu de nadie. El imperioso deseo del yo por querer representarse a sí mismo superior a cualquier idealización de un ser supremo.

Los estadios vacíos son recipientes en donde se agita algo: en donde las pequeñas dosis de esperanza se vierten sobre los que ingresan. Los conciertos multitudinarios, los partidos de cualquier juego que lo llene: fútbol, soccer o americano; también las reuniones religiosas, las reuniones políticas (esas son las mejores). En cada una de ellas, veo entrar a las personas plenas de sí, con una euforia que crecerá en la medida de integración al efímero total. Las veo tomarse fotos como japoneses en Los Ángeles, o  turistas en París, o gringos en la playa. O funcionarios en la institución.

            Durante el concierto, la misa, el juego, el mitin, su alegría decrece o crece en la medida de toda la parafernalia que desplieguen quienes han organizado: un corsé  de la cantante, una sonrisa del galán, un ¡aleluya! del rabí, un milagro del profeta, una “improvisación” del artista, un gol del equipo. Todo ello ensayado de antemano. Uno esperaría que a la salida, después del éxtasis, después de la  catarsis, después de la sanación, del grito, el hombre que ingresó, resurgiera, aflorara, se viera, un hombre nuevo.  Pero no,  el instante, el devenir del yo, ese fluir de agua, acaba con lo trabajado.  El hombre sólo sale solo.

            No acontece esto únicamente en las aglomeraciones; sino también, insisto, en el consumo. Las personas se deprimen cuando no pueden comprar o poseer  lo anunciado por la propia publicidad del vacío.  No queda nada, ni en él, ni en el objeto adquirido. Por eso, el gran invento del consumismo es el desecho: las personas son “felices” comprando cositas nuevas. Pero, en lo anterior, tristemente, el hombre ha aprendido a traspasar la responsabilidad de su propia persona a la otra; el yo, otra vez, impera: “te mereces alguien mejor”, “hay muchos peces en el mar”; los cada vez más continuos quiebres amorosos se  multiplican en relación con las sociedades modernas en donde más se consume.  El vacío amoroso es parte de ese consumismo material; sólo que se cambia al espíritu: todo se puede comprar, una premisa válida sólo hasta el instante justo en el que la otra persona muestra su propio vacío. No existe diferencia, aquí, entre las personas y los objetos en las tiendas: por ello, los poderosos –hombres y mujeres- “pueden comprar” personas para intentar completar propiamente vacío.

            El vacío más perfecto es el del desierto.  Cualquier otro es mero adorno. Por ello, la prueba mayor en las penitencias es afrontar el desierto de su  vacío. Todos los grandes espíritus lo han enfrentado: la soledad o el desierto real o imaginado. Tienen que hundirse en el fango  de la ignominia para encontrarse con uno mismo: matar al buda, enfrentar al demonio.

 

 

In the desert you can´t remember your name

América



[1] Parte del libro  Blasfemias Vacías.

 

Pintura de Gustavo Boggia

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