Élmer Mendoza y El amante de Janis Joplin
El mundo se nos vino encima. Todo ha cambiado profundamente. Tenemos que voltear al pasado para poder platicar de algo, porque nuestro presente se ha tornado en algo sin novedad, casi estaría cumpliéndose la sentencia parisina, aparecida en una barda durante las revueltas estudiantiles del 68: En este mundo, el miedo a morir de hambre, se torna en miedo de morir de aburrimiento. Por ello Élmer Mendoza recoge con toda certeza un mundo ido, pero también un mundo que comenzaba a vislumbrarse, y que hoy es nuestro presente, que cada vez da más risa: a nuestro nuevo poder político conservador sólo lo podemos ver como una caricatura de nuestra realidad nacional. Ni siquiera podemos mentársela o despotricar contra el gobierno porque ya no está de moda o porque simplemente ya no da miedo, sino risa.
Desde el primer momento, Élmer Mendoza nos mete en la historia. Cada capítulo es una historia aparte, y siempre va entrelazando todos los símbolos que nos presentan la cotidianidad de nuestro país. Pero más la de Sinaloa. No es tan sólo una historia de narcos: es una historia que nos desnuda como lo que somos: enfermos de corrupción, mentiras, engaños y poder. Con desencanto, entre la risa que nos produce el transcurrir del sexenio, vemos atónitos cómo el otro poder sigue oculto entre las sombras, amparados por rostros de jerarquías que infundan respeto: no han desaparecido, siguen latentes, siguen tan activos como antes, exactos en sus cumplimientos de envenenar un mundo que cada más se desmorona dentro y frente a nosotros, aunque no nos guste.
En nuestra desnudez, descubrimos meticulosamente que nuestras relaciones humanas están cargadas de influencias, delincuencia institucional, sobornos, chantajes, asesinatos, prostitución velada. En El amante de Janis Joplin la policía es juez y parte, decide la vida de los ciudadanos como quien decide un juego sin reglas.
David, el Sandy, es el personaje central de esta historia macabra que todos los días se teje en el mapa sangriento de nuestras afamadas (o infames) mafias nacionales. Son los años setenta, época en que la raza le buscaba un sentido a la vida, época en la que se creía que el mundo podía cambiar. Pero a lo largo de la novela, descubrimos amargamente que tal búsqueda sólo era un paliativo de nuestra condición humana, tan deteriorada, tan desgastada por la torpeza de las relaciones sociales y de clase. La guerrilla era una bandera para acabar con la mediocridad de las clases pudientes, acostumbradas al confort y a que la vida se regía por la seguridad de la riqueza. David es el pretexto para ubicarnos en el centro del problema: la pobreza, la muerte como algo natural, el dinero como pretexto de sobrevivencia. Este personaje es dos personajes, una naturaleza desdoblada que lo atormenta. Su voz interior es el reflejo de lo que en realidad pasa: no son los problemas el problema: el problema somos nosotros mismos. Todos, de algún modo, somos responsables de lo que sucede.
Varios elementos se entretejen para darle forma y aliento a esta novela. La voz interior de David está marcada por un dejo de orientalismo hindú a la mexicana, además de que representa también un Goliat en los páramos de Sinaloa y que dan razón de ser a los desvalidos. Esta razón de ser llevó a Fernando Valenzuela a la cumbre de la fama deportiva, y que en David se ve revivida sólo por momentos, porque dura tan sólo unos instantes: el éxito no se cumple: ésa es la dinámica de México: la frustración.
Mendoza trata muy mal a su personaje. Pero no puede ser de otra forma: ¿cómo explicar entonces lo que sucede con nuestra existencia, el conflicto que le da cuerpo a esta historia? Vemos cómo un movimiento guerrillero es atestiguado sólo por un participante, que se enreda con la telaraña del narcotráfico. La guerrilla quiere salvar a la humanidad, representada en el Chato, darle igualdad a todos, pero a la gente que tiene hambre esto no le interesa: lo que importa es el dinero o llevarse algo a la boca. Al narcotráfico, representado por el Cholo, le interesa no salvar a la humanidad, sino que ésta huya de sí misma, asegurando que nadie despierte de su horror a la vida. Con dolor y con espanto descubrimos que tales movimientos, tanto el uno como el otro, no han salvado a nadie ni lo harán, y que no hemos dejado de ver nuestra realidad en cada segundo que pasa por nuestra piel, por nuestro espíritu.
También desfilan personajes que cargan con la iconografía del país y del extranjero, pero que aquí son sólo símbolos o caricaturas de la vida: Pedro Infante, Doroteo Arango, Jonhlennon. Son muestra de cómo los mitos son en realidad de carne y hueso, y que tan sólo han jugado un papel secundario o primario en el devenir humano. Leemos el capítulo 14 y sólo podemos decir: ¡qué poca madre! Ahí está el asunto de los derechos humanos llevados al extremo del delirio enfermo.
Los valores trastocados. Las leyes que son violadas: “...desde que me acuerdo la justicia y los golpes han ido juntos”. Donde los libros son vistos como pruebas para inculpar a un inocente: imagínense ustedes encarcelados por leer a Octavio Paz. La policía no conoce límites, porque no conoce la vida, no conoce las relaciones humanas en un sentido profundo. Con horror descubrimos el asco de nuestra propia enfermedad: la corrupción y la pobreza de espíritu.
Literariamente es un excelente libro. Será el lector quien descubra qué tiene qué ver Janis Joplin, esa cantante de rock, en la historia. La redacción tiene un alto nivel de destreza sintáctica, que bien vale la pena seguir la fluidez de su lectura. Me recuerda, en cierto modo, a José Saramago en El evangelio según Jesucristo y en La caverna. Veo también por ahí delicados toques de poesía que nos hacen constatar la manufactura de este texto. Esperaré pacientemente a que la novela sea llevada a la pantalla grande, como se dice, porque su lectura es cinematográfica, pues en todo momento conserva la tensión y el dinamismo en cada párrafo. Sólo hay que dejarnos seducir por las palabras para entender la dimensión de esta nueva obra narrativa. Hacía años que no leía algo que me moviera los adentros como un bisturí.
Comentarios (4)
J. A.
Ramón Cuéllar Márquez
Daniela
Ramón Cuéllar Márquez