ESPECULACIÓN INMOBILIARIA, FACTOR DE RIESGO
Antonio Aledo, sociólogo de la Universidad de Alicante (UA) en España, realizó un estudio en el que advierte que “la especulación inmobiliaria (propia del desarrollo turístico), y una gestión de presupuestos públicos basada en los rendimientos del sector de la construcción, ha hecho que los planes urbanísticos se olviden de la ‘amenaza sísmica’ ". Añade que “el modelo turístico …ha creado un riesgo económico, por la crisis de la construcción, y uno social… -pero además-… también ha aumentado la vulnerabilidad sísmica”.
Aunque enfocado al incremento del riesgo sísmico, las conclusiones pueden extenderse a los otros riesgos de origen natural ya que las premisas son las mismas. Es preciso aclarar aquí que el concepto de riesgo se aplica al potencial de pérdidas materiales y humanas ante los embates de fenómenos naturales extremos (sismos, heladas, sequías, inundaciones, huracanes, etc.). Es decir que entre dos ciudades ubicadas en zonas del mismo grado de peligrosidad ante un fenómeno natural cualquiera potencialmente destructivo, el riesgo será mayor en aquella menos preparada para afrontarlo. La preparación para enfrentar un peligro de origen natural comprende las medidas preventivas de tipo normativo como son las leyes y reglamentos, así como las de tipo organizativo de la sociedad entre las que se incluyen las vías de información y atención de la comunidad antes, durante y después del evento.
El modelo de crecimiento económico basado en el turismo provoca que los incentivos para la inversión en este sector aumenten estratosféricamente los rendimientos en la compra venta de la tierra y en la construcción. Poco o nada importa que los terrenos a ocupar se ubiquen en zonas de peligro ni que los constructores minimicen sus costos a costillas de la calidad de las obras y de los materiales empleados. Lo importante para los empresarios del sector es vender lo más posible en el menor tiempo y para los constructores levantar casas o edificios sin más consideración que maximizar las ganancias.
Otros efectos subsecuentes de estas políticas son las de la falta de atención a las demandas de servicios de los trabajadores vinculados al sector como son los obreros de la construcción y los de apoyo a los servicios turísticos. Durante décadas los trabajadores migrantes traídos por estos empresarios se han asentado en lugares de riesgo como los lechos de los arroyos. Traficantes de personas y terrenos se han unido para hacer su propio negocio a la sombra del “gran turismo” pero a costillas de la enorme masa de estos trabajadores. La capacidad corruptora de esta dinámica ha incluido a autoridades municipales y estatales así como a jueces y notarios, fenómeno que también debe incluirse en el ramo del riesgo y de la vulnerabilidad de las regiones.
El huracán Odile del año pasado puso al desnudo el riesgo y la vulnerabilidad de la zona de Los Cabos, caso típico de una región abrumada por la especulación inmobiliaria. Gran parte de los hoteles construidos bajo normas de otras zonas donde el peligro de huracanes de gran magnitud no existen fueron dañados al grado de quedar fuera de servicio durante meses. Ni que decir de las zonas habitacionales y edificios públicos en cuya construcción y ubicación no se consideró ninguna norma que tomara en cuenta los peligros naturales propios de la zona. Miles de trabajadores se vieron en el desempleo de un día para otro y la infraestructura turística y el equipamiento municipal sufrió daños severos. Como ha ocurrido en otros casos, la inversión pública federal de emergencia vino a sacar a flote la economía. Sólo en la rehabilitación de la red eléctrica se invirtieron miles de millones de pesos. En diciembre de 2014 el entonces director general de la Comisión Federal de Electricidad, Enrique Ochoa Reza, informó que el monto total de los recursos aplicados hasta ese momento por la paraestatal en Baja California Sur, luego del paso del huracán Odile, era de poco más de 2,160 millones de pesos, de los cuales 520 fueron en postes, torres, cables, fibra óptica y trabajos de aislamiento; 467 en combustibles, víveres y gastos inmediatos; y 1,180 millones en la adquisición de cuatro turbinas de 30 megawatts cada una que se pusieron en operación en Los Cabos. Esto ilustra el tamaño del riesgo de la región sólo en el campo de la infraestructura eléctrica. Como también ocurre en otros casos, el impacto en el aspecto humano no es cuantificado ¿cuánto costó que los estudiantes dejaran de asistir a clases o que los pequeños negocios cerraran definitivamente o que los trabajadores al servicio del “gran turismo” se vieran desempleados? Eso no entra en las cuentas, porque a nadie importa. Que se rasquen con sus uñas.
A la luz de estas experiencias los creyentes en los destinos turísticos como única vía de desarrollo para Los Cabos o, peor aún, para Baja California Sur –entre los que se encuentra la clase política en su mayoría- no sólo deberán revisar la normativa constructiva y de los negocios inmobiliarios sino también la diversificación de las alternativas de crecimiento económico como medida para disminuir el riesgo y la vulnerabilidad de la entidad.