Fidelidad
Despertaste al sentir que un pie violaba la rutina conyugal de tus piernas. Moreno, delgado y tibio se movió como pez entre las piedras de un río: rápido, inseguro rozando apenas la superficie de los objetos que obstaculizaban su huida.
Habías aceptado dormir solo y aprendido por necesidad; hacía muchas noches, nada interrumpía esa rutina nocturna de baile, ese pas de Ballet que obligaba imaginarte ridículamente ataviado en un leotardo como pijama incapaz de ocultar panza y paquete. Siempre lo habías hecho así, con la derecha extendida y la izquierda flexionada en el ángulo casi recto de un retiré un poco menos que perfecto.
A la sorpresa inicial le siguió la inmovilidad curiosa que espera se repita el suceso, la caricia del pez – pie, pero ya no ocurre. En el silencio que impone la paciencia escuchas tictaquear al despertador anacrónico que vela y controla tus sueños de burócrata trasnochado; también percibes el zumbido del regulador y de un ventilador viejo que gira soplando como viejo asmático; a ellos se suman la gota de agua que escapa y su eco, el murmullo de la oscuridad y hoy, esta noche, una respiración acompasada y tenue que se interrumpe a veces por un carraspeo que suena más a tic que a apnea.
Percibes un bulto junto a ti, esbelto, angustiosamente afilado y anguloso. Un cuerpo con las piernas enrolladas dentro de sus brazos que poco a poco se enfría por haber quedado fuera de las sábanas, lejos del calor que te quema. Su humanidad magra y fibrosa es más susceptible a perder calor pero el cansancio le impide despertar y cubrirse ¡Oh Fortuna!
Intentas moverte, escurrirte hacia el extremo opuesto de la cabecera, al borde austral que correspondería a la Patagonia, o a la Oceanía y su fauna licenciosa producto de la promiscuidad obligada en el arca de Noé. O mejor dicho, a la Antártida y sus mares gélidos que enfriaban no solo al mundo si no a los peces – pie que pueblan el alba en tu aposento.
Poco a poco avanzas con movimiento reptante de espaldas y tentaleas con la mano izquierda el botín que aún está muy lejos. Te esforzaste un poco más y apenas tocas el cuello del pie, el pómulo del tobillo, el hueso semiesférico que luce una cicatriz eseesca de cuando se rasgó con el clavo salido de la puerta del patio en la casa de la abuela Fabiola, de su nana Bola.
Por fin lo logras y tu mano atrapa al pez. Lo detiene suavemente para no despertarlo. Lo sentiste vivo, rebelde, defendiéndose tímidamente pero al final, otra vez inmóvil. Tu emoción creció, los dedos de la mano esbozaron una tímida caricia como tratando de domarlo, no asustarlo ni hacerlo huir.
Sobre el empeine acaricias la vena azul que salta al tacto, recorres el borde de las uñas una a una, el perceptible nacimiento de los vellos falángicos, el vientre carnoso de cada dedo – dedo contra dedo, yema contra yema – la palma arrugada y las zonas del cuerpo que Mariana te había enseñado a presionar con técnica antigua. Caricias tenues, robadas al azar de la noche que nadie imaginaría terminara así: Ella en tu lecho, su pie dentro de tu mano y el corazón latiendo a todo lo que le permitía el esfuerzo de mantener la compostura, la calma y el silencio.
La madrugada te tomó con el objeto de tu deseo siendo acariciado por el fetichista que en ti habita. Te incorporaste y con la luz de la anticipación hallaste los zapatos que yacían en una ridícula posición espalda contra espalda, talón contra talón, puñales negros afilados bruñidos sin la vida que le otorgaban las hermosas piernas flacas de quien amenazaba romperse a cada tranco.
Mientras dejas pasar la noche entre acertijos sensoriales recorres uno a uno los eventos que te llevaron a despertar con un pie acariciando al tuyo, un pie ajeno por supuesto.
Fiel a tu costumbre bajaste la mirada al encontrarla en el pasillo, caminando hacia ti eludiendo los cuerpos y ruidos que la rodeaban.
Fiel a tu costumbre observaste su calzado, impecable, implacable.
Fiel a tu costumbre hiciste todo, todo lo posible por llevarla a tu casa, a tu lecho, a tu mano y a la sala de trofeos donde quedó en prenda, un zapato izquierdo negro de charol del 5 con tacón 12 y tirita de hebilla, propio para lucir, para ensartarte a la pared, extirpar un riñón o perforar la yugular, tal y como estuvo a punto de ocurrir hace apenas un par de horas.