Filosurfeando: Enterrado como tortuga
Las doce de la noche en Playas de Tijuana. Noviembre empieza a enfriar el aire, el mar, ya frío de por sí, es una hielera para los que hemos vivido toda nuestra vida en el trópico. La tabla, ya encerada, espera paciente recargada sobre una pared. El traje de neopreno, ya puesto, es la única protección contra el gélido océano que rompe sus olas en las playas cerca de la frontera. No conseguimos botitas, guantes ni capuchones de neopreno para protegernos un poco más de la temperatura. Serán cinco horas de remar en la oscuridad entre los canales de las islas para llegar a nuestro destino. No podemos llevar mochilas ni agua o comida; más vale ir ligeritos para remar más rápido, más fuerte y llegar en el tiempo convenido. –Que Dios los bendiga, compas- nos dice mi amigo y nos despide frente al mar. Son cinco kilómetros sólo a la línea fronteriza. Hay que salir desde dos puntas al sur de ésta porque si entras al mar cerca de la caseta de vigilancia, rápido te ven y te atrapan con sus equipos marítimos. Cinco horas remando, toda mi vida he surfeado y creo que resistiré con cierta facilidad. Corremos el ancho de la playa persignándonos como veinte veces y nos aventamos al agua fría sin pensarlo. Los nervios y la emoción nos empujan para actuar lo más rápidamente posible. La playa es plana y el mar nos llega a la cintura por cientos de metros, los cuales caminamos con esfuerzo, jalando la tabla que flota cómplice en la negra superficie. Cuando el agua nos llega al pecho, nos montamos y empezamos a remar con fuerzas hacia la negrura que nos espera. Atrás quedan las luces de Tijuana y, sin dudarlo, nos adentramos al oscuro mar temblando de frío, repasando mentalmente el plan. No volteen a ver la ciudad, nos dijo un amigo, los ojos brillan en los aparatos que tienen los de la migra y si voltean ellos te ven. Nunca pensé que tendría ojos de gato. Tenemos que remar hacia afuera alrededor de una hora, luego, con la cabeza gacha por lo de los ojos de felino, girar hacia la derecha y remar tres horas más para acercarnos a donde vamos y otra hora para salir a la playa. Empiezo a temblar; mis manos se hunden en el líquido negro y me imagino quede repente tocaré algo, un animal marino de los que abundan por estos lares. Allá en el trópico, el agua es cálida casi todo el año, los árboles de mango se cargan de frutos y los platanares adornan los caminos de las playas donde surfeamos. Las olas del trópico están muy buenas desde marzo hasta agosto. Sigo remando casi automáticamente, cerca rema mi amigo y avanzamos serios por momentos. Hay que mover el cuello de vez en cuando para que no se canse, remar con ritmo para no quemarse. Ya debe haber pasado una hora y empezamos a doblar hacia el norte. En la lejanía se ve el brillo tenue de las ciudades y un faro, que sabemos de antemano es la isla Coronado. Una pierna me empieza a molestar; el muslo derecho empieza a fastidiar amenazando calambre. Le digo a mi amigo que nos detengamos un momento y estiro y flexiono las piernas y se me pasa. Volvemos a remar, pensando que en cuatro horas, máximo cinco, estaremos en la playa y correremos adonde tenemos que correr y buscar el auto que tenemos que buscar. Seguimos remando y empezamos a sentir que no avanzamos; el agua se torna de cierto olor, un tanto diferente, apestoso en ocasiones, y sin querer, nos moja los labios y la sentimos salobre. Recordamos que hay una bocana cerca de la frontera y que el río que desemboca ahí se interna al mar entre las islas. Dejamos de remar y comprobamos, con cierto temor, que la corriente nos regresa o empuja en la oscuridad. Seguimos temblando de frío. Tenemos que remar más fuerte para cruzar la corriente. Hacemos un esfuerzo mayor y el dolor de mi pierna regresa; por más que estiro y flexiono, no cede y el calambre me deja tieso por varios minutos mientras la corriente nos mueve hacia quién sabe dónde. Nos damos cuenta de la situación y decidimos que mi amigo me remolcará mientras dure el dolor. Tomo su leash y él rema fuertemente. Pasan los minutos y él sigue esforzándose mientras yo me afianzo y trato de remar con un brazo. Quizá una hora más tarde, el dolor cede y empiezo a remar otra vez sintiendo el agua salobre todavía y viendo cómo nos acercamos a la luz de un faro de una de las islas del canal. Por fin, dejamos atrás la corriente y seguimos avanzando. Llevamos más de cinco horas en el agua cuando empezamos a vislumbrar los puntos luminosos que repasamos en el plan. El cielo empieza sugerir un atisbo de amanecer cuando nos acercamos a la rompiente de las olas, a más de quinientos metros de la playa, donde nos deshacemos de las tablas y empezamos a nadar. Al acercarnos a la orilla, el fondo no es profundo pero hay un piso de algas que rozamos con las plantas de los pies, que ya casi no sienten, y la sensación nos obliga a nadar. De pronto mi amigo y yo nos perdemos de vista; sabíamos que teníamos que nadar un poco más al norte cuando dejáramos las tablas en el océano. Yo sigo hacia las luces y la distancia que calculamos cuando pasamos los muelles. Sigo solo, pensando que mi amigo, por el cansancio, decidió salir a la playa antes. Cierro los ojos por momentos y sigo nadando hasta que me animo a caminar sobre las algas. La profundidad del agua me permite caminar por muchos metros, quiero salir, el frío ya me cala todo el cuerpo, no siento hambre ni sed, sólo frío. Logro llegar hasta la arena y entre las dunas de la distancia, observo luces de carros en la playa. Decido enterrarme, como tortuga. Los haces de luz pasan cercanos pero no logran encontrarme. Tiemblo y tiemblo en la arena. Escucho cada vez más cerca el sonido de motores, unos autos pasan a escasos veinte metros de donde estoy enterrado. Me doy cuenta que me buscan. No logro controlar el temblor de mi cuerpo. Aclaro mi mente, es hora de tomar una decisión; los autos pasan cerca de mí, aquí enterrado no me pueden ver, imagino que pueden atropellarme, me decido por salir; me desentierro y levanto los brazos en señal de rendición. Una camioneta se me acerca, ya empieza a amanecer, un modesto resplandor aparece en un lado de la bóveda celestial. -¿Eres tú, Luis?- me pregunta alguien en español, al mismo tiempo que me encandila con su linterna. Sigo temblando y asiento. Dos oficiales me esposan y me cubren con una cobija. Luego me suben a una camioneta cerrada donde también tiembla mi amigo bajo una manta verde.