FIN DE UNA HUELGA
Jesús llegó a Monterrey en mil novecientos cincuenta y dos. Era febrero y lo recibió una ventisca helada con llovizna que sentía como alfileres en la cara. Lo acompañaba su esposa con dos meses de embarazo y como equipaje cargaba dos cajas de cartón que apenas podía levantar. Lo esperaba en la terminal de autobuses su compadre Venancio, quien lo había convencido de irse a trabajar a la capital del estado y dejar la milpa pedregosa de Galena, Nuevo León, su lugar de nacimiento.
– Deje ese pinche pueblo polvoso y véngase pa’ ca compadre -le había escrito Venancio hacía tres meses detallando las oportunidades que había en muchas fábricas. Había un crecimiento industrial acelerado en la ciudad. Venancio había completado ya un año de haber dejado el pueblo.
– Nomás arreglo la venta de la casa pa’ llevar unos centavos y me voy -le contestó emocionado a los pocos días.
Rumbo a la casa de Venancio empezaron a hacer planes. Caminaron casi un kilómetro hasta llegar a una casucha construida a las orillas de la vía del tren. Los materiales básicos de su construcción eran pedazos de durmientes, tubos, varilla, lámina y mucho cartón.
– Mire compadre para empezar ya le aparté un pedazo de terreno junto al mío para levantar unos dos cuartos. Los materiales los vamos a ir reuniendo en los deshuesaderos de las fábricas de los alrededores. Luego verá cómo se amplía, lo importante ahora es que se instale. También hablé con el capataz del taller y lo espera mañana mismo. Empezará de ayudante y mandadero pero pronto lo ascenderán a aprendiz y ya dependerá de usted, si le gusta el jale y se pone listo puede llegar hasta oficial o maestro de máquina de torno. Todo esto decía Venancio con entusiasmo.
Decenas de talleres que maquilaban para la industria siderúrgica se abrían de la noche a la mañana en los alrededores de las grandes fábricas. Así pasaron cinco años hasta que un día al llegar al taller Venancio, Jesús y los poco menos de veinte trabajadores del taller se encontraron con unas banderas rojinegras instaladas en la puerta y un dirigente de la CTM repartiendo unos papeles que explicaban el “estallamiento del movimiento obrero”. El líder desconocido se subió a una improvisada tribuna y gritó a todo pulmón que “había llegado el momento de la liberación de la clase trabajadora oprimida por la patronal y sus sindicatos blancos”. Las indicaciones fueron hacer guardias noche y día para que el dueño no sacara las máquinas y aguantar “en pie de lucha” hasta lograr la firma de un contrato colectivo con el sindicato. Así empezó la huelga. Cada semana llegaba el líder con despensas y la orden de que por ningún motivo se firmaran documentos con el dueño sin que estuvieran los dirigentes cetemistas. En una ocasión el mismísimo Fidel Velázquez llamó a una comisión de los trabajadores del taller para que fueran al hotel donde estaba instalado y les felicitó por su “lucha ejemplar”. A los seis meses de iniciada la huelga y sin dinero varios trabajadores buscaron trabajo en otros talleres sin conseguirlo. Según les dijeron estaban “boletinados” y no conseguirían trabajo en ninguna fábrica de la ciudad. Al año sólo quedaban ocho de los trabajadores, entre ellos Jesús y Venancio, cuyas esposas habían encontrado trabajo unos días limpiando casas y otros días lavando o planchando. La central obrara decidió “pensionar” a los huelguistas con un salario mínimo mientras se “resolvía la huelga”. Con los años las banderas de huelga se convirtieron en unos hilachos. Las guardias se redujeron a unas tres horas en las tardes cuando se encontraban uno, dos o tres “huelguistas” que llegaban equipados con cervezas. Mientras las consumían ponían su alcancía en la calle donde los transeúntes depositaban siempre unas monedas que garantizaban por lo menos el reabastecimiento de la diaria bebida. En la tarde noche salían trastabillando. – Ya llegué de tragar mierda, decía Jesús azotando la puerta desvencijada al entrar a su casa. Un mes de febrero, treinta años después de haber llegado a la próspera ciudad industrial encontraron sin vida a Jesús en la carpa de trapos que se sostenía milagrosamente en la puerta del taller. La huelga para él había terminado.