Historia de café
—Y si te confesara que he decidido amarte ¿qué harías? — dijo Ofelia, tartamudeando en las primeras tres sílabas; luego intentó lanzar una sonrisa coqueta. El silencio fue la única respuesta. Adela salió corriendo del lugar.
Ofelia se quedó de pie, sosteniendo una margarita junto al pecho, con la mirada disuelta en la nada; un señor que estaba en la mesa contigua, y presenció la escena, se paró y fue hacia ella; le acomodó una de las sillas y le dijo — siéntese un momento, señorita; conmigo puede llorar si gusta, yo la entiendo. Estas cosas pasan. Figúrese que vengo aquí desde hace cuarenta años, desde que mi Nati me dejó; ella murió... bueno, primero se fue de casa, me abandonó la muy malvada, luego la encontraron envuelta en un tapete, allá para el lado del arroyo... Y pues, así como a usted, a mí tampoco me dijeron "algo". Sólo se van, de nuestra casa o de nuestras vidas—.
Ofelia, sin escuchar siquiera la historia de Lucrecio —el septuagenario imprudente—levantó y giró la cabeza; lo vio, suspiró, hizo un puchero y se dejó caer sobre el pecho del anciano.
Lucrecio la apapachó por unos segundos y luego la separó de sí, para preguntarle — ¿Quiere que me siente un momento con usted?—; mientras la tomaba del brazo, y la empujaba para lograr que se acomodara en la silla.
El hombre se colocó frente a la chica y se quedó serio por unos segundos, hasta que Ofelia comenzó a descomponerse, poco a poco se puso a llorar y a dar pequeños saltos en su asiento.
Lucrecio no sabía cómo reaccionar, le ofreció su pañuelo e intentó abrazarla nuevamente.
El llanto de Ofelia fue en aumento, sus pequeños saltos se convirtieron en pataleo; todos en el lugar comenzaron a verlos. Lucrecio le llamó a una mesera y pidió un vaso con agua.
—Intente beber un poco de agua, señorita.
No hubo respuesta. Sólo las lágrimas, los mocos y los gritos.
—Ándele, hijita, tome un poco de agua, para que se calme.
Y el volumen del escándalo aumentó. El rostro de Lucrecio se transformó, se le notaba la desesperación, la cual confirmó al arrojar el agua al rostro de Ofelia.
— ¡Le pido que se calme, señorita! ¡Discúlpeme por el agua! Pero no parecía que se iba a callar, y está comenzando a alterar el orden de este lugar.
Ofelia se sorprendió al recibir aquel torrente sobre la cara; brincó de la silla y comenzó a sacudirse. Una vez que Lucrecio se disculpó le acercó un par de servilletas. Ofelia estaba impactada por la huida de Adela, y ahora por el remojón que el viejo le dio. Un par de meseros se acercaron a trapear el suelo y preguntar si todo estaba bien; ayudaron a que Ofelia se sentara y les ofrecieron algo de beber. Lucrecio pidió dos tés de hierbabuena.
—Vamos a tomarnos ese té, despacito. Luego quiero que salga de aquí, porque este es mi lugar favorito, vengo todos los días, y hoy arruinó mi café matutino; y también porque no parece tener ni veinte años, y lo que aquí le ocurrió no merece tal drama. Vaya y enamórese de otra persona, de muchas, y no les llore a todas, es más, a ninguna. El amor no debe doler.
Diviértase y aprenda todo lo que pueda. Váyase a su casa, desnúdese y comience a escribir. Eso la acercará más a lo que habita en usted, y dejará de sentirte sola por el resto de su vida. —
Llegaron las tazas de té. Lucrecio y Ofelia se dedicaron a beberlo en tranquilos sorbos. Ofelia no agregó nada a lo que Lucrecio dijo, y aunque pocas veces levantó la mirada, estuvo tranquila.
Las tazas de ambos quedaron vacías. Ofelia se puso de pie, agradeció el té y salió del Regio Café. Dicen que después escribió una historia parecida a esta.