Justicia divina vs. justicia humana
¿Quién va ganando en este marcador? ¿Quién, cuando hablamos de acoso y/o abuso sexual en menores de edad dentro de la Iglesia?
Todos los días y por todos los medios de comunicación nos enteramos de este tipo de noticias. Cada vez que yo lo hago, siento que la sangre me hierve y la rabia ocupa cada espacio de mi persona.
¿Por qué? Me pregunto. ¿Por qué este tipo de delitos proviene en su mayoría de las personas en que más confía la víctima?
Dentro del contexto religioso, específicamente de la iglesia católica, ¿no son ellos, los sacerdotes, quienes son pastores encargados de guiar espiritualmente a su rebaño-comunidad? ¿No son ellos en quienes la mayor parte de una comunidad pone toda su confianza? ¿En quienes cada hombre, mujer, joven, niño y niña ve a un padre, un hijo, un hermano, un amigo? ¿No son ellos los elegidos o los que eligieron, aceptaron, hablar, divulgar la palabra de Dios bajo ciertas normas? ¿Otorgar el perdón de Dios a través de un sacramento? ¿Guiar por el camino del bien a sus fieles? ¿No es la población creyente quien les confía a su juventud y niñez dejándolos que se acerquen a ellos –a los sacerdotes-?
Maldita sea, si, maldita sea el momento en que por la fe, una madre o un padre de familia deja a sus hijos expuestos, desprotegidos ante un hombre que viste sotana, que dice plegarias, que oficia una misa, consagra una oblea y ofrece la hostia convertida en el cuerpo y la sangre de Cristo, porque en muchos casos ese hombre se vale precisamente de eso para lastimar, dañar y transgredir psicológica y físicamente a un menor de edad indefenso, en desventaja. Un menor que lo respeta, lo admira y por qué no, puede en determinado momento desear llegar a ser como él, un servidor de Dios.
De cuántos casos no sabemos, pero, ¿y de los que no? ¿Qué pasa con aquellos jóvenes y niños que se callan por sentirse amenazados, avergonzados? ¿Por sentir miedo a que su mamá y papá no les crean? ¿Qué pasa con ellos que son víctimas y todavía tienen que acudir cada domingo –obligados- a escuchar un sermón que habla del amor al prójimo? De poner la otro mejilla si es necesario. De perdonar hasta setenta veces siete.
¿Qué sucede con esos hombres de Dios que se sienten protegidos por su investidura y por el lugar que la comunidad católica les confiere? Con esos que con seguridad piensan y creen que arrepentirse ante la ley divina es suficiente, que al rezar padres nuestros y aves Marías expían sus culpas.
Hombres de Dios que seguros están que al confesar sus pecados con un igual, hacer su penitencia y comer el cuerpo de Cristo, con eso, con eso también resarcen el daño que hicieron a su víctima.
¿Nadie las ha dicho que existe la justicia humana y que como seres humanos deben ser juzgados? O peor aún, ¿lo saben y no les importa?
Trasladarlos a otra comunidad –como en algunos casos sólo se hace- no es la solución, sépanselo. Porque entonces se pone en peligro a otros menores y por lo tanto de alguna forma las autoridades eclesiásticas los están encubriendo y solapando. Tampoco lo es, retirarlos de su ministerio.
No nos hagamos de la vista gorda, ni creamos que nuestra comunidad puede estar exenta, no lo veamos como algo remoto e imposible. Nunca digamos nunca, ni jamás pasará. No seamos tan confiados.
No dejemos que estos hombres de Dios sigan aprovechándose de la fe, manipulando a su antojo. Ni aquí ni en ninguna parte. No esperemos que nos pase o le pase a una persona cercana a nosotros o de la comunidad para tomar esta lucha como propia. Si ellos, los victimarios, no se tocan el corazón para lastimar, así pidan perdón de rodillas y lloren, deben, por el bien de muchos, sujetarse a la ley y justicia humana.
Hace un tiempo atrás yo me dije y sentí católica. Conviví, confié y quise a varios sacerdotes con los que junto con mi familia tuve una estrecha relación. De ninguno de esos sacerdotes puedo hablar mal, porque nunca supe que hicieran nada incorrecto, todo lo contrario, los recuerdo con el más profundo cariño y afecto. Me crié y eduqué dentro de una familia creyente y tradicional. Muchos años estuve inmersa en ese ambiente, pero bueno, ahora no creo serlo o ya no me siento parte de esa comunidad que me da la impresión que excluye y juzga en lugar de incluir y aceptar. Una iglesia que a través de la administración del terror desea ganar adeptos, fieles y caso contrario, aleja. Con esto quiero decir que no todos son iguales, pero si los hay y muchos.
Muchas personas que nunca han estado dentro de la Iglesia o las que nos hemos retirado, podemos ser objeto de críticas, sin embargo, sépanlo también, hacemos tantas cosas buenas, muchas; en nuestra casa, comunidad, en el país entero y, si no hacemos tanto, al menos no andamos por la vida aprovechándonos de los pequeños.
Yo y mucha gente más, no estamos dispuestas a solapar, a ser cómplices, a otorgar perdón a un ser humano que trasgreda la fragilidad psicológica y física de cualquier joven o niño, todo porque cree que su aura religiosa y su escudo de fe, lo exoneran de enfrentar la justicia, no la divina, esa será si la hay, en su juicio final, sino la de los seres humanos, la civil, la penal.
Todo esto que escribo viene a colación por algunas notas recientes que he estado leyendo al navegar en internet. En su mayoría son varones los afectados, por eso me refiero sólo a ellos. Ocurre en muchos, muchos lugares del mundo y los victimarios son también en la mayor parte de los casos, personas tan cercanas a las víctimas. Desde religiosos del más “alto rango” hasta el más bajo. Y seguro que nadie, nadie se imaginó lo que podría pasar, lo que estos hombres de Dios serían capaces de hacer con la inocencia y confianza que esos chicos y su papá y mamá les entregaron.
No está de más vivir alertas. Enseñar a nuestros hijos e hijas a cuidarse. A infundirles confianza para que nos cuenten lo que les pasa. Confiar en ellos, en lo que nos dicen. Y por supuesto, no dejar impune cualquier acto que sea considerado por la ley humana un delito.
"Obedeced a nuestros pastores y sujetaos (a ellos), porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta."