King Kobra 2: En la oscuridad del estadio
Al pasar por la escuela Simón Bolívar, alguien se acordó del juego y sugirió volver a vivirlo; eran seis, había posibilidad de ganar y reírse del perdedor. Regresaban del malecón pasada la medianoche, era domingo y se iba a conocer morritas y a ver carros o a pelearse con los de otros barrios que también iban a lo mismo. Las calles estaban muy tranquilas a esa hora. El estadio de béisbol se veía un tanto más imponente al recordar el castigo del juego y las consecuencias de la última vez que lo jugaron. Caminaron un tanto más rápido, nadie quería llegar después que los otros a la barda de piedra de la calle Lic. Primo Verdad. Voltearon a verse y notaron que cada vez caminaban más velozmente y, casi al mismo tiempo, se echaron a correr con todas sus ganas. Unos escalaron la pared al primer intento, dos batallaron para subir desde los árboles que cubrían gran parte de aquel muro. Brincaron al interior del estadio y corrieron en medio de la oscuridad por el jardín izquierdo hacia la tercera base. Las sombras y formas del enorme edificio que medio vieron de reojo en la negrura les ayudaron a olvidarse del posible cansancio. No todos corrían al mismo ritmo, unos se retrasaban pero no se dejaban aventajar demasiado, sabían que faltaba mucho para la meta y el miedo y la adrenalina sentidos al saber que el terreno oscuro que pisaban fue otrora un panteón, les daba fuerza. Unos corrieron por el home y buscaron la puerta del umpire por donde se escabulleron en la zona más negra debajo de las gradas; otros se asieron de la malla que cubría al público de los fauls y treparon hasta las gradas. Después corrieron paralelos al jardín derecho hacia el estadio de fútbol. Al bajar las escaleras que conducen a las taquillas y baños, los que treparon por la malla, se encontraron con los que habían salido por debajo de las gradas. Una cerca de escasos dos metros y medio separaba los estadios; los que llevaban la delantera brincaron ágiles y corrieron por detrás de la portería, hacia la taquilla. Antes de subir la plataforma de concreto cruzaron la pista de atletismo, tan veloces que los de atrás se sintieron perdidos. Ahí enfrentaron otra malla ciclónica y la escalaron con maestría para caer en la entrada del estadio por el lado de los portones. La meta era salir del inmueble por la calle Félix Ortega. Dos brincaron hasta la ventana de las taquillas y se treparon al techo de éstas para salir por el estacionamiento. Otros dos prefirieron correr por los pasillos que conducen a las gradas por donde se encontraba una llave de agua y, uno, hasta se dio el lujo de beber un poco. Todos conocían los recovecos del estadio; ahí habían jugado y visto fútbol desde niños; habían comido tostadas con cacahuates, chile y chamoy que vendían noche tras noche durante los partidos; se habían escondido de las patrullas cuando las apedreaban nomás por gusto. Los últimos dos batallaban para sortear la malla, ya los otros esperaban afuera. Alguien tenía que perder; el que quedó atrás salió por fin por donde vendían los antojitos y fue sujetado como si fuese un criminal. Entre risas y súplicas del último volvieron a entrar al estadio de fútbol. Dos fueron hasta las palmas enanas que estaban detrás de la pista de atletismo y cortaron dos hojas. Las hilvanaron y con ellas trenzaron dos cuerdas; en la malla ciclónica, que separa las taquillas y el campo de fútbol, el perdedor fue amarrado fuertemente, con la vista al campo, donde se suponía habían estado las lápidas tiempo atrás. El castigo era dejarlo atado, con los brazos extendidos y abiertos, solo, en la quieta oscuridad del recinto nomás para ver si podía liberarse por su propia cuenta. Los demás caminaron tranquilos hasta la esquina del barrio donde se reunían a platicar; si el amarrado no llegaba en media hora, iban a ayudarlo, pero primero, llegaban sin hacer ruido y se escondían a ver qué hacía el castigado, a reírse de las súplicas de aquel lento y, cuando lo desamarraban, se volvían a reír del semblante del que había aguantado vara entre el miedo y la incertidumbre de pasar la noche en el viejo panteón.