La Cueva
Antes, el aire viciado de olores del drenaje me provocaba vómito. Tenía que ascender los peldaños metálicos hacia el exterior de la escotilla para arrancarme el hedor de las fosas nasales con el aire cargado de humo de motores y fábricas. A veces, humedecía un pedazo de tela con thinner para disfrazar el nauseabundo olor que predomina aquí adentro. Así espantaba al fantasma putrefacto que solía aparecer en forma de vapor sonriente. Hoy, ya no es necesario. La luz se cuela por la circunferencia de la escotilla e ilumina perpendicularmente el espacio subterráneo de concreto en el que pasamos parte de las tardes y que nos sirve de bastión de defensa por las noches. Los rayos de luz descubren las paredes manchadas de tizne, humedad, tierra y hasta mierda, dibujando siluetas rupestres, caprichosas y delineadas al azar por la casualidad. Están resquebrajadas y mal repelladas. Después de la pequeña cámara que usamos como refugio, el túnel se pierde en la oscuridad de donde proviene sonido de agua, día y noche. Hemos colocado algunos cartones y retazos de tela en el suelo de la cámara. Ahí dormimos apretujados, compartiendo el olor amargo que despiden nuestras ropas encostradas de mugre, respirando el mal aliento de todos, tragándonos el sudor de los más próximos y la humedad que despiden las paredes y el piso.
Cucarachas. Ratas. Los has llamado. Comprobaste su presencia material el día en que embarraste mierda en uno de tus tenis. Y luego, te enojaste con la ciudad, te enojaste con los transeúntes, con los perros, con el mundo. Los miraste de reojo y, con saña, los acribillaste mentalmente, deseando embarrarles toda su inmundicia. Te laceró que ellos no notaron tu presencia. Siguieron ahí, recostados en la acera y en las paredes rasposas de las cuevas de concreto, con el oído lleno de los sonidos de la ciudad, omnipresente, ronroneo de todas horas.
Afuera, el Guacho, uno de los más arriesgados de ésta cloaca, yace boca arriba en la banqueta. Para sobrevivir aprovecha la gran velocidad de sus pasos para arrancar, violentamente, cualquier pertenencia a los transeúntes. Conoce meticulosamente la red de alcantarillas que usa como escondite y escape. La calle es toda actividad. Él, sin dar importancia a la marcha de los que estorba, ríe estúpidamente a carcajadas. Dirige sus palabras a algún caminante en tono de burla y sigue con el concierto de carcajadas.
Uno de ellos, maldito, se atreve a vociferar algo en tu contra. Perro. Te señala y luego apunta con el índice hacia algo en el cielo. Pendejo. Casi abarca toda la banqueta y te cierra el paso. Desgraciado. Dice que algo se ríe de ti y lanza carcajadas cínicas, audibles quizá hasta la esquina.
El Guacho, con la vista clavada en los cables de electricidad o teléfono que cuelgan de poste a poste, recorre visualmente la longitud de las líneas, de ida y vuelta sin parar y, al mismo tiempo, grita: Se ríe de ti. Se ríe de ti. Es una culebra. Se ríe de ti. Mírala, es una culebra negra. Se ríe de ti.
Asomo medio cuerpo por la escotilla y veo que un tipo lo rodea vociferando palabras ininteligibles. Permanezco algún tiempo en esa posición rascando mi cabeza. Del interior suben risillas tímidas. Yo imagino el sendero que éstas recorren por el aire, dejando una estela de color rojo y naranja. Luego las vocecillas, risueñas y despreocupadas, de color azul. Desciendo por la escotilla. El Guacho sigue en su soliloquio vespertino.
Me llega de pronto a la mente el recorrido del día; en la búsqueda de latas de aluminio en las calles y contenedores, introduje la mano en un bote de basura en un parque del centro. Para mi sorpresa, me topé con un vaso desechable con tapa, medio lleno de café tibio. Así empecé el día. Con mucha suerte.
El Tino y el Sebas se encuentran en la división de la luz y la oscuridad del túnel. Me es fácil imaginarlos en el límite de la claroscuridad; con el pelo crecido y andrajoso, untado de grasa, sudor y mugre, cayéndoles sobre la mitad del rostro, sus manos derechas a la altura de la boca, inhalando thinner o cemento amarillo de sus botes, con la mirada perdida, ausentes de pensamiento, sonriendo apenas, con remanentes de baba en la comisura de sus labios. Hay veces que inhalamos tal cantidad de solvente que no sentimos el frío de la madrugada. Después, haciendo grandes esfuerzos para recordar el punto exacto en que el solvente, prácticamente, desconectó los sentidos, se abandona la lucha para reconstruir tales hechos, a sabiendas que será tiempo desperdiciado. De repente los ojos se vuelven a abrir y uno sabe que está ahí otra vez, con el cuerpo adormecido y lento, con la garganta seca y agrietada, con la lengua ardiendo, con mucha sed, con una tenaza metálica apretando las sienes y la sensación de vómito que hace regurgitar líquidos malolientes y amargos. En ocasiones las ratas hurgan nuestras ropas. Merodean entre nuestros cuerpos husmeando cualquier sobra de comida. Si alguien lo nota, trata de asustarlas para que nos dejen en paz. Una de ellas nos ha mordido los dedos. La reconocemos porque tiene la cola mutilada. La maldita ha tratado de comer la carne de nuestros dedos cuando estamos dormidos o drogados. Ha recibido algunos golpes con varilla o piedras pero siempre vuelve a hurgar nuestras pertenencias o manos. Sigo bajando los peldaños y la luz desaparece momentáneamente. Distingo las siluetas de mis compañeros parados en el límite de la luz del túnel. Conforme adapto la visión a la semioscuridad, distingo que las risillas son provocadas por un juego improvisado. Sus sonrisas son lentas, con muecas permanentes, de respiración entrecortada entre inhalada e inhalada. Me acerco un poco más. Distingo el objeto que sirve de balón. Con alegría, me apresuro a unirme al juego. Tomo parte chutando al objeto; lo pateo con júbilo, con ansiedad. Chuto y río. La punta de mi zapato se hunde en el imaginado balón provocando un sonido seco y, a la vez, arrancando un chillido lastimero. Chuto y río. Me invade una sensación de gran victoria. Chuto y río. Un café por la mañana. Chuto y río. Nadie nos lanza miradas de desprecio en esta cueva. Chuto y río. Hoy no hace tanto frío. Chuto y río. El Tino y el Sebas se ven contentos. Chuto y río. Hoy dormiré sin drogarme hasta perder el sentido. Chuto y río. Chuto y río. La rata de cola mutilada nos sirve de balón.