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La Diosa Conejo: hipérbole de lo raro

Escrito por Octavio Escalante en Miércoles, 09 Diciembre 2015. Publicado en Literatura, Narración, Videos

A finales de los ochenta aparece un personaje entre las catacumbas del mundo cultural de California. Su nombre de nacimiento es Johnny Baima y su seudónimo es the Goddess Bunny. Algunos de sus estigmas son la homosexualidad, el travestismo, la prostitución, la polio, la violación, el sida, la drogadicción, el ser una cabaretera de poco más de un metro de altura y el llevar atravesada en la columna vertebral una barra de hierro, debido a una negligencia médica.

Resulta cierta riqueza de lo freak al unir todas estas cualidades en un solo sujeto. Es con mucho un queer en la expresión más ofensiva de la palabra, y como consecuencia de esa rareza ha tenido su éxito dentro del ámbito underground en Los Angeles y posteriormente entre los consumidores de fenómenos desconcertantes en internet. Su historia de vida, que apenas alcanzaré a pintarrajear en estas páginas, legitima su figura como representante de lo extraño e incluso de lo indeseable. Escasos momentos históricos llenan las biografías repetidas o ligeramente modificadas de sus seguidores o calumniadores: Tuvo polio; mantuvo (aquí no serían arriesgadas las nociones de violación) relaciones sexuales con su padre durante la niñez; los médicos le insertaron a lo largo de toda su columna vertebral una barra de hierro para que pudiera mantenerse de pie, lo que le provocó que no creciera más; se convirtió en drag queen al terminar su infancia; fue prostituta; dio positivo en el examen de sida; comenzó su exitosa carrera artística, principalmente por un video documental independiente de un director “llamado” Aes-Nihil. Fue ampliamente conocido en internet por un fragmento de ese video documental donde aparece bailando tap, vestido de niña, mientras una voz le dice: “Baila para mí, maldito infeliz”.

Hay otros matices dentro de su historia, como son la tortura que padeció por sus compañeros de instituto, donde vivió temporalmente, o la violencia “familiar” de la que fue víctima en una relación amorosa con un ex convicto un poco raro. Puedo imaginarme con facilidad qué otros hechos han llenado los recovecos de su vida, pero de hacerlo este trabajo se convertiría más en una obra plástica que en un asunto de discusión acerca de lo extraño. Me interesa sobre todo adoptar a esta pequeña criatura (que a la fecha tendrá casi sesenta años) para abordar, desde lo extremo, el tema queer.

En la Diosa Conejo lo torcido, o desviado, lo raro, provoca la curiosidad enfermiza de presenciar la miseria humana en un otro que está siendo objeto más que sujeto, señalado con injuria pero al mismo tiempo contemplado como portento de lo anormal, atractivo. No puedo determinar si las reacciones del público son unas u otras. Sé que en la actualidad hay de todo. La suposición menos equívoca es decir que existen grupos que se sienten atraídos y grupos que se sienten ofendidos por sus imágenes, como si se tratara de fotografías de niños masacrados por metralletas. Me parece más acertado decir que en una sola persona este personaje puede crear un repudio evidente, pero también un deleite velado por la confusión, por un malestar no muy claro ni localizable. Sin duda la primera reacción que veo en un usuario que encuentra a Johnny Baima es de desasosiego. Sin embargo, quienes asisten a sus números de cabaret están ahí para ver una configuración, un conjunto de excentricidades. Pocos de ellos, nulos de ellos tal vez, quieren escucharlo cantar por la música misma.

La Diosa Conejo no se intenta engañar con fantasiosas aspiraciones de Operación Triunfo. Sabe bien quién es o al menos qué se busca en él. Es un show. Y la comprobación de esta humilde opinión es que su producción cinematográfica, que es casi íntegramente una serie de videos caseros, con esas manchas y líneas de las que están llenas nuestras navidades filmadas a principios de los noventa, acentúan a propósito el carácter monstruoso de su realidad, dopada, deforme y obscena.

Con el paso del tiempo y el desarrollo de las tecnologías la Diosa Conejo llegó hasta nosotros. El video por el que yo mismo la conocí y por el que la conocieron muchos miles de usuarios, casi tres millones, es un fragmento del video documental antes mencionado, en el que baila tap. Misteriosamente, los dos o tres minutos del fragmento fueron bautizados con el nombre de “Obey the walrus” (Obedece a la morsa), que algunos demasiado perspicaces tradujeron como “Obedece a Satán” y al que además le agregaron la leyenda urbana de que viendo ese video quedarías maldito, de alguna manera, como la de soñar infatigablemente con el personaje y convertirte, tarde o temprano, en un travesti con su mismo aspecto. Esto lo menciono para hacer notar el grado de espanto que puede provocar lo anormal, que en este caso se lleva al extremo relacionando a la Diosa Conejo con el más infame (y al mismo tiempo más seductor) personaje de la historia de los temores. Lo pueril de los rumores y el que sean emitidos por una masa informe de personas, dibuja aun mejor el mapa del “imaginario colectivo”, que pocas veces está contaminado de los pormenores caros a los intelectuales. Aun en la actualidad más reciente nos encontramos memes donde se advierte de las consecuencias y de las causas de cosas como la homosexualidad, alegando como solución un acercamiento a la entidad católica más a la mano. Demonizando no solamente lo queer en el sentido sexual, sino lo torcido, con un dramatismo que hace reír incluso a los homofóbicos.

Mi interés en aquellos años por el video de “Obedece a la morsa” me hizo investigar un poco sobre el protagonista y por eso llegué a ver el documental completo y alguno que otro blog. Los blogs variaban sus posturas. Había algunos que incluían el tema porque se especializaban en asuntos esotéricos, oscuros y sectarios; otros lo incluían porque dentro de sus intereses se encontraban el cine underground y los grupos sumamente minoritarios. Las causas de mi curiosidad eran una morbosidad combinada con el afecto por las teorías de la conspiración, por los asesinatos de los jihadíes (que en ese momento eran el top de lo sangriento, a falta de las narcoejecuciones videograbadas), por el snuff y las notas rojas que se quedaban en el filtro de los noticieros. Al ver el video encontré en él una sorpresa que ahora valoro más, y que por otra parte ya está muy trillada: El mítico individuo en cuestión era una persona como yo, con una cantidad de gestos y ánimo mayor a la que aparecía en el sórdido corto. Su vida era, no como la mía, pero sí una vida vivida por alguien, en el que me reconocía a pesar de las distancias que separan a los hombres. Con esa primera impresión mi interés dejó de ser un latido agitado del corazón, un fisgoneo enfermizo por la vileza de los demás o por alguna magia negra que se hubiese escapado de las jaulas de nuestra blanca percepción de las cosas.

En Johnny Baima la experiencia de ser minoría es real hasta la angustia, pero no por ello dejan de tejerse puentes hacia los demás. Podemos reducir nuestra atención, por el momento, del hecho de que la Diosa Conejo, en esa inclusión de la que ha sido parte (como en videos musicales, programas de televisión o sesiones fotográficas mucho más profesionales que sus tristes películas) ha sido parte porque un aspecto de él es monstruoso, y como monstruo ha sido presentada. Sin engaños: se le quiere porque es execrable y por la misma razón se le oculta. Ella misma se exhibe como un ser ultramarino, foráneo, y nos pinta una sonrisa que casi siempre asusta y otras veces llega a enternecer. Es difícil encontrar un objeto que no dé pie a reacciones contradictorias dentro del capricho de las multitudes e incluso como individuos no alcanzamos a precisar lo que sentimos.

Más allá de estas inclusiones, que han sido más que nada con propósitos artísticos, como el video del rapero Dr. Dre, Puppet master, el de Marilyn Manson, The dope show, o las fotografías de Joel-Peter Witkin, la Diosa Conejo ha encontrado un campo de expresión entre sus “semejantes”, en aquellos círculos donde convergen la transexualidad, el travestismo, el sida, las drogas, la homosexualidad, la heterosexualidad, y esa clase de seres que por alguna u otra razón, quizá simple como la amistad y el respeto de la diferencia, se agrupan como se agrupa la gente en los clubs más comerciales que puedas encontrar, donde la exclusión puede deberse al tipo de vestimenta que te cargas o a que simplemente no tienes finta de poder pagar más de dos cervezas. Discriminaciones ligeras, es verdad, comparadas con las que he mencionado anteriormente.

Aún así, el que sea una hipérbole de lo extraño lo hace padecer rechazo aun de las minorías discriminadas. No es escandaloso proponer que entre los grupos minoritarios pueda haber discriminación entre ellos y contra alguien más, porque sabemos que el ser discriminado en algún momento no es una medicina que desaparezca todos nuestros prejuicios, burlas y crueldades que en otro momento cometemos contra un tercero, por razones igual de injustas. Las demandas y las acciones queer no son sólo un fundamento más o menos teórico del movimiento, sino una exigencia que el queer debe cumplir por sí mismo, para la coherencia consigo mismo y para la aceptación del otro. En caso de que esto no se dé, la participación política de lo queer podría llegar a tomar rasgos que tienen tan marcados los partidos políticos del mundo, en tanto emiten juicios y defienden valores dependiendo de las circunstancias. La diferencia del caso queer es que las incoherencias pueden darse de una forma no del todo consciente, y por ello no tan fácil de erradicar. Esta situación no es exclusiva de lo queer, obviamente, y tal vez menos de lo queer que de otros tipos sociales, pues uno de sus vehículos en el mundo es el ejercicio libre de la diferencia y el deseo de que se acepte una multitud de formas de ser que no estén rigurosamente determinadas por el género o las “obligaciones” culturales.

Esto nos lleva a afirmar que el pertenecer a cierta minoría (gay, lesbiana, travesti, transexual, bisexual, etc.) no es la condición definitiva de lo queer, sino la conciencia política, el afirmarse como parte no sólo de un grupo sino de una actitud ante lo distinto, y de búsquedas concentradas en llevar al nivel público el conocimiento y la aplicación de esas actitudes, no a través de la imposición, sino de la enseñanza y el ejemplo. El considerar a estas minorías como queer por el solo hecho de ser minorías sería pasar por alto que así como existen heterosexuales que llaman maricones a los gay, también hay lesbianas que repudian actitudes femeninas en los hombres, o bisexuales que son “mal vistos” entre los homosexuales por considerarse que su preferencia sexual es una especie de indecisión o de bifurcación simulada, no del todo sincera. No hace falta citar más ejemplos, a pesar de que haya muchos, pues la función de los ejemplos es precisamente la de tomar la parte como muestra de un todo, para ahorrarnos las largas enumeraciones.

Si existe un movimiento en pro y en contra de ciertas cosas es porque se espera que el exterior o la realidad pueda ser cambiada. Las acciones queer son un esfuerzo para que ese cambio se dé. La aceptación del otro implica el reconocerlo como distinto. Y el reconocer la distinción es, de cierta forma, diferenciarlo, notar su distinción con respecto a alguien más. Ya que la mera condición de gay, lesbiana, heterosexual, bisexual, etc., no nos hace aceptar las diferencias, para lograr que esta aceptación se dé tenemos que tomar cierta actitud en el momento en que nos encontramos con el que no es como nosotros. Podemos reaccionar, como el homofóbico, con una explosión irracional de malhumor, de cólera, y salir del bar molestos o insultar al tipo en cuestión. Si queremos que exista un cambio como los que subyacen en el movimiento queer tendríamos que reaccionar de otra manera en una situación como ésa. Quizá sea demasiado obvio, teniendo en cuenta que de antemano la imagen que tenemos de nosotros es la de una persona que acepta las diferencias, y que el ejemplo del homofóbico es demasiado retrógrada que no nos sentimos identificados con él. Pero si cambiamos el ejemplo, y en vez de poner al homosexual como foco de nuestras reacciones, colocamos a la Diosa Conejo entrando al bar en el que estamos, será muy difícil admitir que nuestras reacciones serían iguales a las que tendríamos si entrara una persona menos radicalmente distinta, menos grotesca y desagradable. Con esto no digo que actuaríamos como el homofóbico, con una cólera, o náusea, o insulto, pero estoy seguro que, en el mejor de los casos, nos esforzaríamos por no dar muestras de la extrañeza no del todo placentera que nos provocaría el ver a un sujeto tan diametralmente distinto a nosotros en apariencia. Sé que me he desplazado desde el extremo homofóbico que actúa con una necia hostilidad ante el gay, al extremo de un sujeto sumamente susceptible de discriminación como lo es la Diosa Conejo. No obstante, quisiera marcar que los extremos no siempre están bien definidos, y que no son los mismos para todas las personas. Hay otros sujetos menos extremos, menos destacables, incluso “comunes y corrientes”, que pueden provocar reacciones retrógradas en sujetos que parecían de igual forma comunes y corrientes. Si bien estas reacciones no necesariamente son las del enojo y el insulto. Esos sujetos comunes y corrientes somos nosotros mismos, y nuestras reacciones son las que hemos aprendido a modular. Quizá la palabra esfuerzo suene fuerte, pero el hecho es que lo diferente no pasa desapercibido ante nosotros. Hay quizá una voz, o una alerta muda, a la que afortunadamente hemos educado con el paso de los años, para que el sujeto distinto no se nos aparezca como motivo de cólera o náusea, porque hemos entendido que la diferencia no es un tipo que está besándose con otro en la calle, sino todos nosotros, con nuestras modestas idiosincrasias, molestas para muchos, pero aceptables la mayoría de ellas. El campo que nos hace notar la diferencia no es ya, afortunadamente, un lugar en el que encontremos motivos para agredir o burlarnos, al menos no impunemente. Hay temas como el travestismo, por ejemplo, que podemos afirmar que ya no nos provocan ningún asombro, ni bueno ni malo. Pero cada uno de nosotros no es la totalidad de las personas, ni el travestismo es la totalidad de las diferencias. Como esto es un edificio aun en construcción, cuyas puertas aun así no pueden ser cerradas al público, nos queda mucho combustible para fomentar el movimiento queer, (pero sobre todo la convivencia honesta de nuestras diferencias) y tal vez algún día logremos, sin ningún esfuerzo, ir a un show de la Diosa Conejo por el puro gusto de oírla cantar. Aunque yo no iría, porque canta muy feo.

 

 

Imagen: Óleo de Christian Urriago

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