La emoción de Humboldt
Mis dos restaurantes preferidos en el DF, son tres: el Adonis de Polanco y donde desde hace muchos años se come la más extraordinaria comida libanesa, jordana o siria o de las cuencas del Eufrates y el Tigris, con una calidad y sazón que alaban los grandes gourmandes y gourmets que vienen de todo el mundo a saborearla, aunque los que quieren hacerse los aparecidos con Carlos Slim allí lo van a encontrar "casualmente" pues saben de qué pie cojea y el otro comedero increíble es el Restaurante Bajío de Azcapotzalco donde mi paisana Tiitita deleita a miles de fanáticos de la cocina veracruzana que nada más de pensarlo me dan ganas de dejar este teclado esclavizante y matapasiones para salir corriendo a practicar el delicado y sin par pecado de la Gula. Sí, allí no se puede practicar ninguna dieta pirrurris, allí se va a comer como dios manda, aunque a veces se me haya atravesado el Menudo de Doña Rebe en Tacuba y no haya podido llegar.
Finalmente, debo mencionar el restaurante que da el nombre a este retazo editorial y es el Lincoln de Revillagigedo que fundó Don Manuel Suárez, el asturiano apodado la hormiguita millonaria y que construyó nada menos que lo que es hoy el World Trade Center con los extraordinarios arquitectos Joaquín Álvarez Ordoñez y Rosell de la Lama. Ese restaurante Lincoln tiene unos frescos extraordinarios pintados en cada gabinete realizados por un artista en 1942 cuyo nombre, triste e injustamente, no recuerdo, por mi flaca memoria (sobre todo para las deudas). En uno de esos cuadros sobre la pared, todos hechos a sólo tres colores: café, negro y blanco, como si fueran con tinta china, hay un paisaje de Humboldt maravillado ante el volcán de Colima. Siempre que llego a desayunar allí los picosísimos huevos Kawaghe repaso todos los cuadros, pero en el que más me solazo es en el de Humboldt, a caballo y extasiado ante el volcán y me imagino, me deleito, con la emoción que debe haber sentido frente a ese y muchos otros paisajes de nuestra bellísima tierra.
Esa misma fruición y taquicardia sentimos ayer los que tuvimos el privilegio de que una mujer fuera de serie, Juanita Gavarain, por esos misterios de la vida, nos mandara un recado críptico con el famoso líder radiofónico Jesús Montaño diciendo que habían descubierto unas pinturas rupestres en la zona de Cabo del Este, en BCS y que quería que fuéramos los primeros en validarlas o constatarlas. Juanita Gavarain es una bella mujer, grandota, medio pelirroja y mira como si trajera dentro a todos los manes celtas o druidas de sus antepasados nórdicos. Su esposo, que nos acompañó, es un culto y dicharachero maestro rural jubilado y que ha logrado junto con su familia establecer una especie de museo de sitio con tal cantidad de vestigios fósiles de la zona que me atrevo a calificar esa casa rural de techo de palma como el Smitsonian de Miraflores, que así se llama el pueblo donde se ubica ese rancho.
Salimos en la madrugada, toda una expedición integrada por Maribel Patiño, el sacerdote Jorge Ramírez, su contlapacheShair, Magali Matute, Tamara Montalvo, Guadalupe, Marco Mora, Genovevo Verduzco, César González (despierta pariente), el aguerrido Luis Sánchez Jiménez y ya allá nos encontramos con Alfonso Sandez y con el patriarca de los Gavarain, un tipazo. Todos ansiábamos llegar a las pinturas rupestres pero nos esperaban antes tamales, café de talega y otras exquisiteces, como el quesote del rancho Lengua de Buey, que tardamos una hora más en escalar las temibles rocas para llegar a ese espectáculo de diez mil años de antigüedad. Intactas. No muy grandes, con figuras zoomórficas. Maravillosas. Le daremos aviso oficial al INAH para que las vaya a certificar cuando pueda. Gracias a la vida por permitirme sentir lo que llamo la emoción de Humboldt. Lo invito.
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