Y seguimos pidiendo la palabra: LA MOTOCICLETA VERDE
A Harry Devert
He despertado ya. Mi motocicleta verde me acompaña; el viento se cuela en mi casco y acaricia mi rostro. Parpadeo y cada parpadeo es una noche de sueño, un descansar infinito que me sitúa en diferentes lugares mientras me afano al manubrio. Soy omnipresente, vagabundeo por esta tierra estrujada y llena de sufrimiento, admiro al sol que bendice el aire de este invierno cálido y hermoso, disfruto lo que de la naturaleza emana y me envuelve; vivo otra vez, pero no soy libre.
Parpadeo y estoy encumbrado sobre mi moto, dentro de una casa de paredes grises. Ahí, sin verme, se encuentran tres hombres y un niño. El niño está dormido sobre una cama y los hombres ven televisión mientras comen algo. Al parecer no les estorbo. Alguien toca la puerta y se introducen dos hombres y una mujer a la casa. Ahí, inspeccionan al niño que sigue dormido. Uno de los hombres piensa y yo lo escucho como si fuera mi propio pensamiento. Está contento por el dinero que recibirá de los que llegaron. La mujer sale a la calle y en otro auto están dos hombres más quienes le dan una bolsa con mucho dinero. Ella la lleva a la casa y se la entrega a los hombres. Atraviesan mi silueta y mi moto. Se llevan al niño dormido. Los hombres se quedan en la casa un rato más y se distribuyen el dinero. Están muy contentos con el dinero y veo en su pensamiento las cosas que planean adquirir con tales cantidades. Uno se dice a sí mismo en silencio que no había visto tanto dinero junto y sonríe, apenas puede creer que es suyo. Otro recuerda la pobreza que vivió en su niñez y se justifica con eso. El otro mantiene enajenadamente la imagen de una camioneta negra. Una parte del dinero va a otro lado y piensa quitarle algo para sí mismo sin decir a sus compinches.
En una casa acondicionada como clínica secreta los hombres y la mujer acuestan al niño, realizan pruebas durante varias horas mientras duerme y lo preparan para una operación. Hacen varias llamadas y un lujoso auto llega en minutos. De ahí bajan varias personas bien vestidas. Uno de ellos es casi cargado en vilo; su condición física es deplorable. Ha vivido enfermo muchos años. Yo estoy a un lado de ellos y ellos no me ven. Los dos hombres son doctores y la mujer es enfermera. Ella prepara al viejo en otra habitación mientras el carro lujoso se aparca a unas cuadras y los que trajeron al viejo enfermo se acomodan en la pequeña sala de estar. El niño duerme profundamente. Es moreno y delgado. Su cabello lacio y negro cae hacia atrás. Sus ropas, de marca cualquiera yacen en una bolsa que será cremada en instantes. El viejo es inducido para la operación. El niño es banco de órganos y se hacen más llamadas y el dinero tiene que ser llevado a un lugar más seguro. Estoy estupefacto con la serenidad con que efectúan dicha operación. Leo sus mentes tan campantes de destrozar aquel cuerpecito como si fuese una carnicería de mercado. El coraje crece y crece dentro de mí. Me abalanzo sobre ellos. Trato de golpearlos y mis golpes los atraviesan sin inmutarlos. Siento mi cuerpo otra vez, me convulsiono y devuelvo aire hiriente como si fuera vómito, me subo a la moto verde y los atropello, trato de detenerlos, les grito que se detengan, que dejen de pensar en las cosas que se comprarán con el dinero, que dejen de proyectar sobre sus cabezas los lujos que su acciones les deparan, que dejen de pensar en la próxima criatura cuando les comenta la enfermera que hay más clientes en espera. No entiendo su naturalidad al realizar dichos actos, no comprendo la frialdad de los doctores al ordenar que se deshagan de los restos e irse a revisar al viejo para dar buenas noticias a los que lo trajeron. Lloro lágrimas de sangre cuando veo al pequeño que está junto a mí y me sonríe, él también ve a los que participaron y vuelve a sonreír incrédulo. Parpadeo muy triste de ver a las personas sin remordimientos. Escucho el pensamiento de uno de los doctores cuando inspecciona al viejo, no durará más de un año pero miente a la familia que todo fue un éxito. Grito con todas mi energías ¡Traidor! ¡Traidor! pero nadie oye.
Monto mi moto y el niño es mi acompañante, pensamos en sincronía y tratamos de arrollarlos y parpadeo y otra noche larga cae sobre nosotros.
Abro los ojos y estoy nuevamente en la calle. Dos tipos llegan a una esquina en un auto y se apean. Uno hace una llamada desde una caseta telefónica. Amenaza a alguien que no ha pagado algo. Los dos tipos platican después de la llamada y siento su indignación genuina porque el amenazado no les ha pagado una cuota. Se convencen a sí mismos que el culpable es el otro y que quiere sobrepasarlos. El otro apenas puede con el gasto de las responsabilidades adquiridas en su vida. Sus empleados también lo creen culpable de ciertos atrasos, empiezan a odiarlo y le roban algunas cosillas del negocio. Su esposa gusta también de comer en lugares caros y usa su teléfono celular como si el servicio fuese gratuito. La empresa que surte su negocio no le fía nada. Las ventas del rumbo han caído por la inseguridad. Un patrullero le prometió ayudarlo a cuidar la zona si él también lo ayudaba. Los tipos que lo amenazaron también lo tienen harto y en un momento de furia piensa en no darles nada. Uno de los tipos, dentro del auto, se justifica con el argumento de que no hay trabajo o que los sueldos son muy bajos y prefiere “arriesgarse” para poder comprar cosas y con ellas imagina un poder exagerado. Yo los sigo por la calle en la moto. Ellos siguen al auto del amenazado y se reportan con alguien por celular. Otros ordenan actuar de una vez. En un semáforo en rojo, el amenazado frena suavemente, piensa en uno de sus nietos que es muy travieso. En su casa tiene unas fotos de cuando él mismo era niño y piensa acomodarlas en un álbum que acaba de comprar. Los tipos llegan al semáforo y éste cambia a verde. Maldicen y vuelven a seguirlo. Yo atravieso el auto y quedo en mi moto justo en medio de ellos. El conductor le dice al acompañante que su pistola nueva es de lo mejor mientras la muestra y el otro saca la suya y lo reta a ver cuál de las dos pistolas es más efectiva. El amenazado vio en las noticias el secuestro de un niño en otro estado y el conductor del noticiero comentó que es normal que después de un secuestro no se encuentre a la víctima. Otro conductor, el de finanzas, también mencionó que es normal que la bolsa de valores fluctúe de manera tan violenta que crea riqueza y pobreza al mismo tiempo. En eso pensaba el amenazado cando llegó a otro semáforo donde unos payasitos en zancos maniobraban pelotitas de colores. Normal, se repetía. Es normal, pensaba y mezclaba su atención a manejar. Muchos conductores, con los vidrios de los autos arriba, no cooperaron para los payasitos. Es normal, pensó. El semáforo cambió a verde y los amenazadores volvieron a maldecir. Él se lo buscó, decía el acompañante. Sí, él tiene la culpa, decía el chofer. Siguieron por la calle y yo los rebasaba y llegaba a la altura del amenazado y regresaba a la altura de los amenazadores en mi moto. Ya me estoy desesperando, dijo uno de ellos. En el próximo, dijo el otro. Tengo que cargar gasolina, pensó el amenazado. En ese semáforo, dijo el conductor. Él tiene la culpa, dijo el acompañante. Las fotos de cuando era niño. Mi negocio va mal. Tengo que pagar. Semáforo en rojo. Volteó hacia su izquierda y pudo ver a dos tipos que accionaron sus pistolas frente a él. Los vidrios, a media altura, volaron y abrió los ojos desorbitadamente cuando rebotaba al recibir las balas en cuerpo y rostro, aprisionado por el cinturón de seguridad. Una nota con varios errores ortográficos cayó dentro del auto. El conductor permaneció vivo alrededor de un minuto más. No pudo leer la nota. Pensaba en sus fotos familiares. Los dos tipos, como si hubiesen bajado a ver una llanta baja y, mientras en la calle los presentes corrían despavoridos, subieron tranquilamente a su auto y se marcharon. No es normal pensaba el señor acribillado. Sentí su última frase antes de verlo parado junto a mí, sin sangre ni vidrios en su rostro. Después lo sentí acompañándome en la moto y yo parpadeé una vez más.
Los soldados revisan autos y camiones en una carretera. Es normal por esta zona, escucho decir a las personas en la fila de autos. En la carretera que dirige a hermosas playas del Pacífico, alguien vio a un motociclista. Viaja solo, en una moto verde. Ese alguien se dice que será fácil, la moto ha de valer algo de dinero. De día la carretera es muy transitada. De noche, el flujo de autos y camiones disminuye considerablemente. El motociclista viaja solo, comentaban los del carro, y aunque su motocicleta es veloz, tendrá que parar al baño o a comer y podremos ver quién es. En este país, nadie ve nada; todos voltean la mirada hacia la nada. Eso es natural en estas tierras cálidas. En cualquier curva en las que sigo a los del carro que siguen al de la moto verde, puede pasar cualquier cosa, y nadie verá nada. Rebasó un auto y lo atravieso para quedar justo entre los ocupantes. Platican sobre política. Uno argumenta que es normal que los políticos roben. Otro, sentado en el espacio trasero, opina que sí es normal pero que roben poco. Acelero y atravieso otro auto. Los ocupantes conversan sobre una mujer desaparecida, casi una niña. El que maneja piensa que la niña se vestía muy provocativa, que usaba ropa muy ajustada y que salía mucho con sus amigas. La esposa, muy preocupada por sus hijas, le comenta que ya no se puede dejar solas a las niñas porque es casi seguro que las insulten o las lastimen. Ahora es común, dice, que no se respete a la mujer. Rebaso al auto y atravieso un enorme camión de carga. El chofer conversa con otro chofer por la banda civil. Se cuentan sus andanzas amorosas de paga en varias ciudades. Uno comenta que en tal lugar hay mujeres centroamericanas y que, como las tienen a la fuerza, pagando, se puede disponer de ellas como se desee. Ya es normal ese tipo de lugares comenta el otro, y añade que antes no había tantos. Rebasó al camión, lo dejo atrás y atravieso a otro auto. Ahí, un hombre solo, ve a una patrulla de caminos y simula rápidamente llevar puesto el cinturón de seguridad, si me ve el policía, piensa, seguro me detendrá y, como ya es costumbre, le daré cierta cantidad para que me deje ir y no me infraccione, es normal, se justifica, pero piden demasiado. Los del auto siguen en su persecución al de la moto verde. Ellos lo detienen a punta de pistola y el motociclista se detiene asustado, ellos bajan de su auto y lo golpean. La moto debe valer algo y muy probablemente lleve consigo dinero. Escucho los pensamientos de unos y otros, excepto del motociclista. Uno se presume en silencio las varias que debe; se siente orgulloso de su iniciación, de haber sido de los primeros que se bajaron de aquella camioneta a balacear a los ocupantes de un auto que les pidió el cambio de luz en la carretera hacía unos meses apenas. Le habían dicho los capacitores que tenía lo que se requería pero, que tuviera cuidado, que, en esto, era normal encontrarse a jóvenes decididos como él. Suben al motociclista al auto y uno de ellos monta la moto y maneja junto a ellos. Yo manejo junto al motociclista mientras en el auto el dueño de la moto se revuelve asustado. Muchos días después, el cuerpo en descomposición, con señas innegables de la más infame condición que pueda concebir la ralea humana, es encontrado junto a la moto verde, ya destartalada. Los noticieros de siempre apenas si dan la nota y culpan a la víctima por viajar sola, argumentan, desde lo más estúpido de su sentido común, que en estas tierras es normal, natural que sucedan cosas así y poco a poco se diluye el acontecimiento en la normalidad impuesta en el imaginario colectivo, el cual se traga la naturalidad de muchas bestialidades sin masticarla, sin saborearla, sin degustarla, sin pensarla y la expulsa rápidamente porque el afectado fue otro, alguien lejano a mí, otra persona, otra familia a la que no se conoce, que jamás se verá en esta vida y reproduce para sus adentros, u opina en cualquier reunión, que es natural que sucedan cosas malas.
“Algunas personas sueñan con viajar por el mundo, escalar montañas, navegar océanos o ríos salvajes; otros sueñan con tener una casa, tener un trabajo, comprarse un reloj o comer en restaurantes caros. No importa como sea, la aventura es adentrarse en lo desconocido, y todo el mundo, en el fondo, lo desea.”
Harry Devert