La prueba del ácido
Los nuevos libros de Élmer Mendoza son siempre, para mí, una oportunidad para revisar el ritmo, el espacio y el tiempo de la literatura moderna mexicana. Por eso, cada que sale una nueva historia, una nueva novela, de inmediato procuro conseguirme un ejemplar. Desde El amante de Janis Joplin comencé a conocer la obra de Élmer (y al propio Élmer, claro está), ocasión en que tuve la oportunidad de presentarlo. Ya han pasado varias páginas desde entonces, varias historias y nuevos modos de narrar.
Hoy tenemos La prueba del ácido, la novela más reciente de Élmer Mendoza. Se trata de una historia vertiginosa que nos va conduciendo hacia diferentes incógnitas, pero más que nada nos va poniendo en la palestra las conductas humanas y el ambiente en el que se encuentra nuestro país. Y es que la realidad se impone al momento de escribir, donde no podemos escapar a los distintos cambios sociales y la violencia que impera desde hace diez años y que se agudizó en el presente sexenio gubernamental con mucha más fuerza. Para mí, las novelas de Élmer son la prueba fehaciente de que algo está ocurriendo, de que vivimos una época oscura que está copada por la corrupción a todos los niveles. Y esto no es una visión moralista, un punto de vista que se escandalice por lo que sucede. No: es la verdad.
Esta vez vuelve Édgar Mendieta con la búsqueda del asesino de una bailarina del téibol a la que le arrancan un pezón. La historia se arma poco a poco, situándonos en los diferentes escenarios. Me parece a mí que La prueba del ácido supera a Balas de plata, la primera parte de esta saga policial. Y la razón principal está en la forma de narrar. Mientras Balas de plata mantiene un lenguaje coloquial, simplista, La prueba del ácido retoma mucho de sus anteriores novelas, pero desde un punto más literario. Hay una voz que recorre toda la novela y ésa es la delicadeza al momento de contar, los giros poéticos y el cuidado al momento de armar las intrigas y la resolución final de la historia, que no es una sola, sino la fusión de varias pasiones humanas, cuyo pretexto central es el detective Édgar Mendieta. Ahora Édgar llega sin menos obsesiones (en la anterior comía galletas pancrema con coca-cola), con su gusto por los libros y por la música de los sesenta y los setenta. Resalta que Mendieta esta vez tiene más claro su pasado, aunque la novela nunca le da solución, pero le da la oportunidad de que pueda al menos ir profundizando en su carácter ambiguo.
No obstante, un rasgo común en los libros de Élmer es el cambio constante de modos de narrar. Siempre está buscando, está probando para que el lector inteligente resuelva no sólo las historias, sino que sea capaz de detenerse en la propia lectura, en las mismas palabras, que son las que a final de cuentas resaltan para ofrecernos un sentido.
Todos los personajes viven para que Édgar Mendieta exista. Sin él, es imposible que haya una historia. Es un buen policía, aunque a veces tenga quiebres y no sea el más cumplido ni el más recto. Vive en un mundo en que él no es responsable de lo que sucede, pero sí es responsable de investigar y aclarar las irresponsabilidades de los otros. El amor, como en la primera parte, es un asunto tan íntimo, que es mejor no tocarlo más que de paso, como enamorarse de una bailarina del téibol, la muerta, con la que sabe no tendrá que comprometerse, si no aceptar que no puede hacer otra cosa con ella. Mendieta le teme al amor y opta por lo más sano que es apasionarse un instante para luego olvidar: no está hecho para tener una relación estable, una familia y todo eso. ¿Y cómo podría tener una vida normal en un país que se está derrumbando y se está deshaciendo en pedazos?, ¿cómo podría un policía tener un amor estable sin que la maldad organizada lo amenace, lo extorsione o lo mate? Yo se lo dije a Élmer en un correo electrónico, cuando recién acababa de leer su novela, hace algunos meses: ¿cómo le hace un policía bueno como Édgar Mendieta sobrevivir rodeado de hampones, asesinos y sicarios sin que resulte acribillado por andar investigando? El país está en llamas. Que no lo queramos ver es porque de algún modo tenemos la esperanza de que no sea cierto. Pero tan cierto es que la literatura ya lo está contando desde hace un buen rato. ¿Cómo le hace un policía honesto para hacer su trabajo correctamente sin que sea eliminado? ¿Cómo le hace un policía honrado para no sucumbir ante la corrupción? Estas preguntas no las contesta la literatura, pero sí nos muestra rasgos de la época que vivimos.
Una de las cosas que más disfruto de las novelas de Élmer es su capacidad de separar el asunto del narcotráfico de su opinión personal. Creo firmemente que cuando la literatura deja de ser metáfora se convierte en propaganda. Y justamente Élmer somete sus historias a duras pruebas, donde jamás caiga en el garlito de darles por su lado, o volverlos héroes, a personajes de características oscuras, insertados dentro de la mafia nacional. Digamos que sus personajes siempre están en la prueba del ácido. Igual que nosotros, quienes estamos sometidos a la prueba del ácido democrático y que pareciera ya no tiene rumbo ni horizonte sino intereses de unos pocos que dejaron de ver por la mayoría desde hace muchos años.