La tinta del aliento: ELLAS
Ya no sé qué me es más insoportable: la clásica, o la moderna. ¿Odio?... no lo sé, me parece fuerte la palabra, porque implicaría violar muchos principios que me rigen. Se siente como odio a ratos, pero más bien creo que es desdén. A veces, lástima. La mayoría del tiempo, desprecio. Me haré examinar, es posible que padezca una intolerancia congénita a los clichés.
Ya sé lo que están pensando: “esta es una de esas que se cree diferente”, y hasta ese pensamiento típico acerca de mí, me da hueva. Me chocan los estereotipos de cualquier índole, y sea cual fuere que represento yo, también me dará muchísima flojera. Pero ahora se trata de ellas, como siempre. Ellas, las dignas representantes de una realidad que ya no existe, pero que sin embargo se empeñan en perpetuar para su provecho y beneplácito de sus seguidores, para seguir gozando de privilegios que no se saben ganar más allá de la condescendencia y el juego de la carne –ya sea que la nieguen o que la regalen-. Tan vulgar como embarazarte para “amarrar” a un hombre.
No sé si podría llamarlas tanto como enemigas o némesis; y llamarlas mis antagonistas sería reconocerme tácitamente como la protagonista, y no es así. Ellas protagonizan todo, nacieron ávidas de atención y harán lo necesario para obtenerla. La clásica: estereotipo de mujer dulce, frágil, femenina, una damita (así, en diminutivo) expertas en la manipulación, son las más peligrosas: lobos con piel de oveja. Por otro lado, la moderna: agresiva, hipersexualizada, autosuficiente, “libre”. Lo opuesto de la clásica, y sin embargo, tan estudiada como ella. Competencia desleal es como las llamo. Las perpetuadoras de todo aquello que fingen querer abatir. Machismo, dominación, consumo, desapego, individualismo, cosificación, dependencia.
Rivalizan entre sí, como argucia de mercado, un duopolio enfermo. Verlas en acción, es ver una comedia de situación en vivo. Poses ensayadas, actitudes implacables que logran doblegar hasta al más confiado en sí mismo. Puedo anticipar el desenlace antes de llegar a la mitad del “coqueteo inocente” de una o de la exhibición descarada de la otra. Lo que llama la atención de ambas es que siempre, invariablemente, toman la pose de victimas: por mojigata o por zorra, siempre tienen una lágrima dispuesta a salir en el momento indicado, un gesto de desprotección infinita que hace a cualquiera, hombre o mujer, desear acogerlas y llenarlas de mimos. ¿Mis némesis, rivales, enemigas, antagonistas? No, no lo creo. Tendría entonces yo que ser todo lo opuesto; querer lo que ellas tienen; odiarles a muerte, o como lo dije, yo ser la protagonista, lo cual dudo seriamente. Digamos solo que son la insoportable excepción a la regla de tolerancia que practico a diario. Digamos solo que hay noches en las que puedo imaginar mundos y realidades alternas mucho más felices porque no existen ellas.