LÁGRIMAS DE MUJER
Como tinta indeleble en camisa blanca las lágrimas de mujer, a lo largo de la vida, dejan una marca que no se quita ni asoleándola toda una eternidad. Cada descubrimiento es particular, con su propia enseñanza y su propio sentido.
Éramos muy pequeños, una discusión de mis padres nos despertó a mis hermanos y a mí a altas horas de la noche, no recuerdo ni el tema ni el motivo del levantamiento de la voz entre ellos. De repente se hizo el silencio y nuestra madre entró al cuarto despacito, según ella para no despertarnos. Se metió escurriéndose a la cama de uno de nosotros y sollozó hasta que su llanto ahogado, que nos tenía perplejos, terminó por arrullarnos y adormecernos. Tiempo después comprendí que esas lágrimas fueron de disgusto, de un enojo mayúsculo y muy probablemente de desilusión.
Cuando nos acercábamos al límite de la pubertad en un patio enorme que cruzaba los elegantes departamentos donde vivían unos primos de familia prolífica se desarrollaba una de tantas jornadas de aquellos juegos infantiles antiguos donde lo principal era correr desaforados. De repente algo escucharon dos de las primas que se separaron del grupo, luego escaparon hacia el vestíbulo de su departamento. Minutos después las alcancé y encontré una escena que no comprendí en el momento, pegadas a uno de esos radios enormes con cubierta de madera en forma de pequeña iglesia y con muchos botones, las vi llorando sin pudor, a moco tendido, escuchando a José José que interpretaba uno de sus primeros éxitos: La Nave del Olvido (Espera aún la nave del olvido no ha partido, no condenemos al naufragio lo vivido…). Años después supe que esas lágrimas eran las primeras manifestaciones de ese amor preadolescente incondicional y desbocado.
Una tarde a solas con mi abuela paterna, de severa disciplina y ordenada hasta la obsesión, que siempre hizo intentos por quitarnos lo silvestre, me sentó en la sala apenas iluminada por el sol de la tarde que se filtraba por las gruesas cortinas, colocó un disco en el tornamesa y se puso junto a mí. Era uno de aquellos discos de acetato de 33 rpm con la ejecución de una orquesta sinfónica probablemente de una obra de un autor ruso o alemán. Pasaban los minutos y yo, que sólo escuchaba mambos, cumbias y danzones empezaba a desesperarme cuando volteé a mirarla y vi sus ojos anegados en lágrimas. Después entendí que existían las lágrimas de la sensibilidad artística, que estaba lejos de comprender entonces.
Ya en la adolescencia con los primeros noviazgos, las lágrimas femeninas se asociaron con las rupturas y la frasecita: “no eres tú, soy yo”. Creo que ahí descubrí las lágrimas del aburrimiento femenino. No era yo un chico precisamente divertido y mis novias lloraban aburridas como un ostión escuchando rollos de la lucha de clases y la explotación del hombre por el hombre. Tenían toda la razón de desprenderse de ese fastidio.
En la edad adulta enfrenté una forma particular del llanto femenino. Este iba acompañado de un pliego petitorio y de la exigencia de una mesa de diálogo donde se realizaría una “negociación”. Podía haber mediadores o interlocutores, un compadre, un amigo, qué sé yo. Alguien que favoreciera el clima de “civilización en los diferendos”. Aunque todavía no estoy seguro de haber comprendido esas lágrimas se parecen mucho a las lágrimas de la rebelión feminista aunque, por seguridad personal, no quiero parecer tajante en esta clasificación.
El año pasado, en una de las ocasionales visitas al hogar paterno, encontré a mi madre postrada por una grave dolencia. En esas visitas era común que ella y yo pasáramos horas, solos, acompañándonos sin decir palabra, disfrutando simplemente de nuestra mutua compañía. En esa ocasión, en una tarde fresca de mediados de la primavera me llamó a su sillón con un hilo de voz y un ademán. Acudí y permaneció callada, le tomé una mano y así permanecimos en silencio, como solíamos hacer. Vi que rodaban por sus mejillas unas lágrimas sin queja. Un mes después, lejos de ella, supe que existían las lágrimas de la despedida final.