Las fiestas del barrio
Escrito por Alejandro Daniel Álvarez Arellano en Lunes, 23 Diciembre 2013.
En las colonias de la periferia de la ciudad privaba un ambiente casi provinciano. Los vecinos se saludaban amistosamente y se detenían para platicar cuando se encontraban al ir al trabajo o cuando regresaban de él, o cuando iban al mercado o cuando recogían a los hijos en la escuela. Se establecía una tupida red de compadrazgos para lo cual no faltaban oportunidades: que de bautizo, que de confirmación, que de primera comunión, ya no se diga de bodas y quince años. Era una práctica rigurosa de los vecinos que provenía de años atrás adornar la calle en las celebraciones cívicas y religiosas más relevantes. Por ejemplo el mes de septiembre era de poner banderas en las puertas de las casas, algunas enormes incluso con su asta metálica, otros con menos recursos compraban ocho o diez metros de plástico estampado con los colores patrios y clavaban la tira a todo lo largo de la fachada. Otros más ponían en las ventanas listones tricolores y hasta las imágenes de Miguel Hidalgo y José María Morelos como si fueran santos.
En diciembre se colgaban de un lado a otro de la calle papeles picados multicolores y en cada casa se veían faroles de papel colgando de un foco ingeniándoselas para que toda la calle apareciera iluminada. Era la única temporada del año en que durante las noches las calles no eran una boca de lobo. Casi todas las familias se mandaban y recibían por correo tarjetas navideñas, que se colgaban del infaltable arbolito al pie del cual se colocaba un Nacimiento. Una noche por aquí y otra por allá se escuchaban los cánticos de las posadas y la gritería de los niños y adultos rompiendo las piñatas. Las campanas de las iglesias cercanas repiqueteaban para la misa de Navidad.
El día último del año grupos numerosos de amigos, familiares y vecinos se acomodaban alrededor de una fogata para cantar y tronar cohetes hasta que el sol del nuevo día y año asomaba. Para ese momento los ánimos se encontraban en su punto más alto, se armaba el baile, se cristalizaban nuevos romances, la música sonaba y los perros ladraban sin parar. No faltaba la pandilla de chamacos que aprovechando el desconcierto con resorteras apuntaban con gran puntería a los faroles haciendo tronar los focos casi simultáneamente con la estampida de los infractores. Muy pocos faroles lograban sobrevivir al año nuevo.
La temporada de esas fiestas concluía el seis de enero. En la madrugada de ese día todavía a oscuras, como hormigas saliendo de su agujero, los niños iban apareciendo en la calle con los juguetes que les habían traído los Reyes Magos. Unos a otros se mostraban los regalos y los compartían, era la época del trompo, la bolsa de canicas, la muñeca de trapo, el balero, el juego de té, el carrito y avioncito de madera y excepcionalmente, despertando el asombro de todos, hasta una bicicleta se podía llegar a ver. En unas cuantas horas, después de los aterrizajes forzosos de rigor, se aprendía a manejar la lustrosa bicicleta y se turnaban democráticamente todos los miembros de la palomilla para dar la vuelta a la manzana. Mientras otros ya habían aprendido a ejecutar las jugadas más complicadas con el balero y el trompo. Por fin esa noche del seis de enero después de una larga temporada de desvelos los niños podían ir temprano a la cama, completamente agotados y abrazados de su juguete más querido.