LOS ANIMALES CASEROS DE HÉCTOR
En la casa de Héctor, como en casi todas las casas del barrio, siempre hubo animales. Desde los pequeños periquitos australianos, hasta los infaltables perros, pasando por palomas, gallinas y peces. Alguna vez de manera fugaz hubo un conejo, una rata blanca y dos hamsters. Pero nunca tuvo gatos porque no hacían buena combinación con los otros animales.
Los periquitos contaban con una facilidad especial para su reproducción, la cual consistía en picotear y escarbar en un tronco, hasta construir un pequeño túnel que se convertía en una confortable habitación donde empollaba la pareja y luego nacían los periquitos bebés. Por las mañanas hacían una escandalera, a veces insoportable, cuando les quitaban la cobija que resguardaba la jaula por las noches.
También tuvo palomas con su respectivo palomar. Si algún animal doméstico disfruta de libertad plena es la paloma. Desde lo alto de la azotea o de los alambres que iban de poste a poste el palomerío observaba cuando les tiraban en el patio trigo, maíz quebrado o pan duro desmenuzado y descendían en grupo a dar cuenta del alimento en un dos por tres para luego regresar a sus posiciones o volar en grandes círculos. Con la última luz de la tarde se resguardaban en su palomar. Muy de vez en cuando, en ocasiones especiales, se sacrificaban algunas palomas que le encantaban al abuelo Daniel guisadas en mole. Como es de suponer no era tarea fácil atraparlas, la familia entera tenía que integrarse en un comando especial para tenderles ingeniosas trampas.
Las gallinas no faltaron aunque era por temporadas que alegraban la casa con su cacaraqueo. Muy retiradamente llegaban al barrio vendedores de pollitas y luego de una negociación con sus padres, Héctor lograba que le compraran cuatro o cinco con el compromiso de que les daría diariamente agua, alimento y mantendría seca su caja. Nunca cumplió plenamente con el compromiso pero las aves crecían y se convertían en gallinas ponedoras. Algo que a Héctor le encantaba hacer era ir a recoger el huevo en cuanto escuchaba el característico cantar de la gallina al ponerlo, lo tomaba entre sus manos y se lo ponía en un cachete para sentir su tibieza.
Pero sin duda los animales que centraron la atención y el cariño de Héctor fueron los perros. El primero fue uno de pelo color paja que siempre caminó con lentitud y que por ello le llamaron Viejo. Nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo vivió pero fueron muchos años. Fue tan sentida su muerte por la familia que lo enterraron en el patio de la casa en medio de llantos. Después vino uno que sería como una pesadilla, era un auténtico demonio, de pelo negro ensortijado y hocico peludo, le nombraron Duende. Atacaba al panadero que iba en su bicicleta con el canasto de pan en precario equilibrio sobre su cabeza, amenazaba al cartero que en aquellos tiempos se trasladaba a pie con una enorme bolsa de cuero al hombro en donde resguardaba las cartas. A todo aquel que le parecía extraño en la calle el Duende se le aproximaba taimadamente y le soltaba una mordida a la altura del tobillo o la rodilla. No fueron pocas las veces que la mamá de Héctor tuvo que sortear las inconformidades de los afectados por un mordisco de ese perro. Pero una vez pagó cara su agresividad, al atardecer llegó triste con la cola entre las patas moviéndose con dificultad. Ni cenar quiso. Todos en casa pensaron que estaría agripado o algo por el estilo. Ahí donde se echó a dormir amaneció con un charquillo de sangre. Héctor lo revisó y soltó un grito:
-Mamaaaá, el Duende tiene un agujero en la panzaaa!
De inmediato fueron a buscar a la señora que ponía inyecciones que era la doctora de urgencias del barrio y su diagnóstico fue de pronóstico reservado:
-Le hicieron una herida profunda a su perro, vamos a hacerle la lucha pero no le garantizo nada. Voy a inyectarle penicilina diariamente pero usted tiene que hacerle las curaciones dos veces al día.
El Duende, una semana después estaba en pie mordiendo al abonero y Héctor como todas las noches dándole su comida a base de tortillas con todos los sobrantes de la comida del día.
Después, por mucho tiempo, el Duende ganó la fama de bravucón, eran memorables los pleitos que libraba con el Piojo, el perro de la esquina. Si era domingo cuando ocurrían los agarrones tenía que intervenir el papá de Héctor y el dueño del Piojo jalando de las patas traseras a sus respectivos perros para separarlos mientras todos los vecinos contemplaban el espectáculo con ansiedad y terror. Después de todo ambos perros eran muy queridos en el barrio y le daban su personalidad. Como sucede en la vida, las nuevas generaciones de perros desplazaron la autoridad que ejercían el Duende y el Piojo en sus territorios. Cuando Héctor ya iba a la secundaria y lo seguía tenía que defenderlo de los ataques de sus jóvenes rivales o de plano regresar para meterlo a casa. Lleno de cicatrices de decenas de reyertas el Duende acompañó al Viejo en el pequeño panteón de animales en que se convirtió una parte del patio casero.