Los libros la libran
Todos sabemos que los libros tienen vida. No nada más porque están hechos con y por materia orgánica sino porque en ellos se alojan todos los mejores y peores seres de la historia de la humanidad, las más grandes y luminosas hazañas y los peores momentos de la abyección o de la oscura ruindad de nuestra estirpe. Las obras escritas y publicadas son tan vívidas que lo primero que hacen es escapar de las manos de su autor y luego huir de quienes la capturaron, fajaron, imprimieron y empastaron.
Los libros son tan inquietos y mustios que hoy parecen estar adormilados en una biblioteca, en una librería o en el plúteo de algún estante cualquiera y al rato están siendo acariciados dactilar o visualmente por mujeres intrépidas o por jóvenes de futuros maravillosos. Sí, los libros nacen, crecen y se reproducen, pero nunca mueren, ni aunque los quemen, como los canallas de las épocas tremendas, ni aunque los prohíban o censuren, o aunque se amenace con las peores flagelaciones a quienes los lean o conserven, siempre habrán los audaces o valerosos que arriesgarán su vida por esconderlos y protegerlos.
Ha habido en nuestro proceso “civilizatorio” grandes/pequeños tiranos o poderosos monarcas que han incinerado bibliotecas enteras. Todos los sátrapas gustan de las incineradoras, pero “lux tenebras semper vincit”. Es un chip perverso que algunos humanos todavía guardan, de las épocas de las cavernas, de la época de las pinturas rupestres, un gen de ignorancia, de absurdidad o de perversión, que les hace creer que debemos quemar lo reciclable con tal de “ganar dinero” y por eso coligen que es de listillos quemar el papel que nos heredaron árboles majestuosos y nobles o el trapo que nos legaran los algodonares o los campos de lino o las bonachonas ovejas con su lanar. Pobres de estos encumbrados en puestos públicos y pobres de nosotros.
Los libros son el mensaje de muchos, aunque sólo una mano los escriba, porque en cada palabra navega toda la cultura de la humanidad. Sí, en cada vocablo está concentrado todo lo que hemos sido, lo que somos o lo que podemos llegar a ser. Y ¿qué es un libro? sino un concentrado de ideas y de palabras de mujeres y hombres de cultura, de los más acentuados niveles de inteligencia. Cada libro, cualquier libro, todos los libros, libres por la palabra libre diría Belisario Domínguez el asesinado por el despreciable general Victoriano Huerta el traidor de Colotlán, Jalisco y nosotros parafraseando aducimos, “libros por la palabra libre”.
Todos los libros, todos, tienen un mensaje secreto para ti; solo, con su libro, el ser humano habla sin cortapisas, pues en ese dialogo misterioso entre la lectora y su libro, entre el leyente y sus papiros a los que acaricia sin pecado y les extrae sus arcanos embelesado, se halla toda la verdad. Nadie, absolutamente, sabe todo lo que pasa por la mente del lector en ese momento cumbre de la inteligencia en que merced al libro, el hombre se dice a si mismo lo que piensa, sabe o intuye, lo que siente y presiente.
Por eso ayer me regalé con la lectura de “La Rebelión de los Californios” de Sigismundo Taraval, para cumplir con el gran maestro Eligio Moisés Coronado, quien me honró, junto a Gabriel Fonseca Verdugo y la doctora Tamara Montalvo, para una presentación formal el 21 de julio en Cabo San Lucas en la librería Bookworm y también entusiasmado leyendo la obra de Guillermo Heimpel “Barca de Oro, La vuelta al mundo de un velero mexicano” de 1948, que me invitó a presentar el Doctor Jorge Cervantes en el prestigiado Museo de Guasave. Leer es el máximo regalo a la inteligencia.