• werr
  • wer
  • weeee

Luces de despedida

Escrito por Francisco Amador García-Cólotl en Lunes, 31 Octubre 2016. Publicado en Columnistas, Cultura, Cultura y Tradiciones Sudcalifornias

qethhh

Recuerdo bien las noches del 2 de noviembre desde que era niño. Después de las doce, se escuchaba un rumor lejano que gradualmente se acercaba con el frío viento de “muertos” y retumbaba por las paredes de las casas hasta colarse a los patios, pasillos y habitaciones. El rumor se convertía en un cántico grave, ronco, muy gutural, que paulatinamente adquiría volumen al acercarse a nuestro hogar.

La mayoría de los niños dormía a esa hora y las pláticas sobre el suceso, año con año, eran tema de algunos días en la escuela; se contaba sobre voces y sombras que traspasaban las paredes para bendecir a los habitantes; se hablaba de despedidas al pie de la cama en la oscuridad de la noche; se comentaba que los perros se inquietaban y luego se calmaban bruscamente mientras agitaban alegremente el rabo; se magnificaba la pérdida del volumen de los alimentos y bebidas ofrecidas en el altar a causa de la visita a la conclusión de la festividad, cuando los que se han adelantado regresan a este mundo terrenal donde son recordados y extrañados con cariño, celebrados desde el 31 de octubre hasta las doce de la noche del 2 de noviembre.

En la procesión de las doce no se aceptaban niños; hombres de la comunidad recorrían las capillas de los barrios rezando Rosarios y cantando hasta llegar al panteón. En su recorrido, se agregaban más y más hombres al cortejo. A cada uno se le proveía de una veladora. En la mitad de la noche, el desfile de flamas juguetonas contorsionadas por el vientecillo de la fecha, delataba la muchedumbre en la distancia. Los que permanecíamos despiertos, escuchábamos atentos y con cierto nerviosismo aquel rumor difuso que poco a poco inundaba la calle y, los que nos asomábamos, moviendo apenas una cortina, notábamos que muchos hombres, marchando lentamente y, concentrados en los cánticos o rezos, pasaban en un contingente enorme, casi imposible de concebir por la magnitud del número de sus participantes.

Siendo adolescente, me uní a dicha procesión de despedida. Además de los cánticos o rezos y las flamas guías, se platicaba en grupos muy reducidos, y en confidencialidad entre los nuevos, sobre la función de aquella costumbre de mi pueblo; se caminaba por la comunidad de capilla en capilla, de barrio en barrio, como una forma de recoger a los visitantes y alumbrarles el camino de vuelta al panteón. La visita había terminado ese año y ellos necesitaban aquellas luces y rezos nocturnos para cruzar nuevamente el portal hacia el más allá. Mi barrio alberga la tercera capilla del recorrido. Ahí nos unimos al contingente y se nos proveyó de velas.

El recorrido incluía a las siete capillas y a los siete barrios y sabíamos que finalizaría casi al amanecer. Unos sesenta hombres se arremolinaron frente a la capilla y luego partimos por las calles solitarias. En cada capilla se agregaban más y más hombres. Pensé en los niños que, detrás de los movimientos tímidos de las cortinas, se asustaban al escuchar aquel rumor de muchas personas retumbando por las callejuelas de tierra y casas de adobe de antaño. El lúgubre espectáculo que veían u oían los niños desde sus trincheras era en la calle una acompasada y hermosa procesión de luces tan vivas, como si fuesen mariposas de fuego, y rezos automáticos en coro donde cosas increíbles podrían suceder.

Yo no concibo cómo la procesión alcanzaba tal magnitud cuando se acercaba al panteón donde se depositaban las velas en un sólo lugar con miras a formar, con cera de todas ellas, un enorme cirio para la iglesia del poblado. Se sabe de pláticas de los asistentes, posteriores al evento, sobre el cálculo de asistentes durante los rezos de despedida. No se atina a comprender cómo tantos hombres puedan asistir cada noche del 2 de noviembre a esa marcha para encaminar a los festejados. Unos aseguran haber visto el desfile de luces abarcando muchas cuadras desde la panorámica de un cerro cercano; otros cuentan que les pareció encontrarse, caminando en alguna fila, a alguien de quien no sabían en mucho tiempo; aunque pocos, unos aseguran firmemente haber visto a algún familiar o conocido, de los que ya se adelantaron en el camino, marchando complacidamente entre la muchedumbre, caminando como cualquier otro asistente, cantando o rezando sin que nadie los cuestione o moleste.

Mi madre, cuando regresé aquella madrugada del panteón, abrió la puerta del portón, me abrazó y, con su voz suave y pausada y una sonrisa cómplice, me agradeció haber ido a despedir a su abuelo y abuela. Mis manos y mi rostro estaban muy fríos. Me condujo a la cocina y me sirvió un tazón de chocolate caliente y lo acompañó con dos rebanadas de pan de muerto.

Acerca del Autor

Déje un comentario

Estás comentando como invitado.