Maldito amanecer
Casi arrastro los pies ya. Levanto la vista y mis párpados caen pesados sobre mis ojos que se niegan a enfocar las cosas y las personas que me rodean. Mis fuerzas exiguas, inexistentes, desvanecidas por las andanzas del día, semejan desconectar mi cuerpo y mi mente. Invoco un último esfuerzo; las paredes están adornadas con litografías de jinetes sobre enormes toros, en posiciones verticales imposibles; cuernos sobre rústicos marcos de madera; la música country en inglés, desconocida y aburrida, ameniza el lugar. Cerveza de barril, en medio de letreros de neón en inglés y español; la imagino fría, amarga, recorriendo desde la boca hasta el estómago, suprimiendo la pesadumbre de mi estado de ánimo. Pinche capataz hijo de su puta madre me digo, enojado, o me dice una voz interior.
Deben ser las cuatro de la mañana. En la larga barra de madera dos de ellos beben cerveza mexicana. Platican efusivamente en su idioma. Idioma gangoso, slangy, de palabras cortadas y pegadas. Les escupo una maldición en silencio, imaginando que mi rencor los abofetea fuerte y sonoramente. El barman le hizo una seña al mesero y, éste, nos observa dubitativo. Vámonos, dice el zacatecano y los dos michoacanos se tocan la cabeza en señal de enfado. El mesero se enfila hacia nosotros y, como si lo hubiésemos ensayado, giramos y salimos del lugar antes que siquiera nos pregunte que si deseamos tomar algo.
En la tarde, los michoacanos tomaron rumbo al sur, el zacatecano y yo hacia el otro lado de la ciudad. Ellos consiguieron tortillas y un poco de arroz. Nosotros, dos tortas de atún y un galón de agua. Transcurrieron cuatro horas desde que nos despedimos deseándonos suerte. Nos reunimos en el parque contiguo a la frontera, donde todos caminan tranquilos de día y, que por la noche, nadie se atreve siquiera a rondar sin estar armado. Compartimos lo que logramos recolectar en muchas cuadras caminadas. En la mayoría de las casas en las cuales solicitamos ayuda, ni nos abrieron la puerta. Uno de mis botines de minero se rasgó las costuras y siento un hoyo en el calcetín derecho que, cada vez que lo palpo con el dedo gordo, me obliga a retratarme mentalmente como un pordiosero una y otra vez.
Comimos en silencio, desgarrando a la progenitora del capataz y a su gente. Nadie se queja en voz alta. Allá, en los galerones donde dormíamos, nuestras pertenencias deben haber sido saqueadas por el primer desgraciado que seguramente ya olvidó nuestra paisanidad o por el mismo capataz-que-se-pudra-en-el-infierno que debe sentirse orgulloso con el mero-mero patrón. No nos dio tiempo la migra ni siquiera de recoger nuestras cosas, unas mochilas viejas repletas de ropas gastadas y los dólares que habíamos logrado reunir en los dos meses de la pizca de la manzana. Nos llegaron sin el aviso acostumbrado por alguna estación de radio o algún otro enterado. Nos pillaron acomodando las cajas de manzana, en febril actividad. Uno de los michoacanos cosió un retazo de tela al overall de mezclilla que usaba del diario, donde escondió algunos dólares que los agentes no encontraron. Debió ser el mismo capataz quien llamó a los verdes. Desgraciado, ya le tocaba pagar lo de la semana a más de veinte de nosotros. Quisimos dormitar en el parque pero, los de acá, amenazaron con llevarnos a la comandancia acusados de vagancia.
Tuvimos que caminar por la ciudad hasta que anocheció y encontrarnos, a propósito, en la zona roja. Salimos del country bar y seguimos el rumbo hacia otro de los muchos lugares abiertos durante toda la noche. Con los dólares que escondió el michoacano, compramos bolillos y nos acercamos a un carrito de hot dogs y le pedimos al vendedor que los rellenara de tomate, chiles jalapeños, cebolla, mostaza y crema, por supuesto, sin salchicha. El vendedor nos observó incrédulo pero accedió y cada uno de nosotros devoró tres. El bar contiguo está abarrotado. Sin hablar, coincidimos en entrar y permanecemos, nuevamente, parados cerca de la entrada, esquivando a los meseros y meseras y a que nos pregunten que qué vamos a tomar. Una mujer blanca, de anchas caderas y senos juveniles, se balancea en la pista ya sin ropa al ritmo semilento del requinto de una guitarra eléctrica. El lugar se encuentra lleno de hombres rapados y tatuados. Uno de ellos, quien está junto a nosotros, muestra orgulloso varias lágrimas tatuadas sobre la mejilla izquierda. El olor a cigarro se torna pesado.
El zacatecano saca una cajetilla de los sin filtro y nos ofrece. Los michoacanos no fuman, pero los aceptan gustosos, aprendieron a fumar en los separos del otro lado, donde estuvimos casi veinte horas sólo con agua embotellada y nuestras frustraciones y nuestra hambre de venganza, que sabemos tenemos que reprimir y olvidar y tragarnos aunque nos dañe. Los de acá estamos acostumbrados a reprimir el coraje. De donde vengo, las cosas no son muy diferentes. Te amarras la garganta con un lazo invisible para que las palabras contra los que administran los fondos de los programas se queden ahí mismo, reprimidas en algún lugar del pecho, al fin y al cabo nadie te hará caso.
Recuerdo el par de tenis de piel que compré para mi hijo en una tienda de deportes, donde unos paisanos me dijeron que eran homólogos a los de un jugador de baloncesto, un negro, de los mejores de la liga nacional y que está de moda en todo el país. Yo no podía dejar de imaginar a mi hijo corriendo en la única cancha de baloncesto, allá donde vive, tratando de encestar, contento, feliz con sus tenis nuevos, o seguramente, jugando fútbol y raspándolos rápidamente mientras su mamá tratara de reprimirlo para que tuviese más cuidado con el calzado, el cual debe estar en manos de quién sabe quién en este momento. Uno de los rapados subió a la pista con la bailarina, ella lo arrodilló frente a su pubis y, él, incrusta salvajemente su cara contra los vellos de la artista, sacude el rostro agitadamente en repetidas ocasiones, y ella, no reprime las cosquillas que el movimiento le ocasiona y lo separa. Ahora, un mesero sube una silla al escenario y la bailarina invita a otro de los rapados de una mesa de la pista. El felator se retira sonriente y triunfante, levanta ambos brazos en señal de victoria. El nuevo invitado es sentado en la silla y ella le cruza una pierna sobre el hombro. Él no desprecia la invitación y clava su cara en la entrepierna, sacudiéndola casi desesperado.
La escena me saca de mis cavilaciones por un momento pero, inevitablemente, las cajas de manzana vuelven a mi pensamiento. Los ayudantes del capataz las frotaban con un pedazo de tela especial y las manzanas que se pigmentaban las arrojaban a otras cajas en señal de pérdida o como producto de segunda calidad, disminuyendo el volumen que nuestro esfuerzo había logrado recolectar apresuradamente. Luego maldecía nuestra labor en inglés, siempre entre dientes, hablando entrecortado y austero. A varios nos costó llegar, a los lugares de pizca, muchos días de espera en la frontera. La terminal del norte de la ciudad es la primera frontera que se cruza. Es ahí, donde extrañar todo lo que se deja atrás declina la balanza contra la primera ilusión de que todo saldrá como se ha planeado. El viaje a la terminal del norte transcurre entre la incertidumbre de la suerte próxima y la motivación de la recompensa económica mientras se lía una guerra interna sobre la decisión tomada.
Al cruzar esa primera frontera, en el segundo autobús con rumbo a la línea divisoria, cualquiera se da cuenta que la ilusión se desvanece como si fuera un manto semitransparente que ocultaba los detalles de la realidad. En ese lapso, los kilómetros que te separan de tu hogar te muestran, inmisericordes, el amor que sientes por tu esposa, la agonía de perderte la infancia de tus hijos, la sabiduría de tus padres, la risa de los hermanos, las fiestas familiares, el sabor de una parranda con los amigos. Todas las imágenes se cruzan, se entrelazan, se sobreponen, se alejan o se acercan. En mi caso es verdad; en el segundo autobús con rumbo a la frontera, enjugas una lágrima.
Un toc-toc en la puerta del hotelucho donde esperaba al coyote después de una semana de encierro. Vámonos, me mandan por ti. Con acento norteño, bronco, brusco. Y yo, con desconfianza y temor: ¿quién te mandó? Pues el bato que te va a pasar. Me dijo que me dieras la mitad y que a él, el resto. Déjame hacer una llamada, insisto. Él se pierde cuando enciendo el celular. Dos días más tarde el mismo toc-toc. Es el tipo con el que pacté el paso. Me explica que no ha mandado a nadie. Ya es hora. Tomo dos galones que llené de agua para la pasada. Deja eso, me dice casi enojado y mirándome de un modo raro. Es más, orita te voy a dar otra ropa. ¿Qué tiene de malo esta?, pregunto. Así te ves bien nopalero compa, me responde. Camino detrás de él oyendo sus putas madres hasta subir a una suburban azul.
Tuve que usar unos pantalones azules de mezclilla, de segunda mano, unas dos tallas más grandes a la mía y que caminé con un poco de dificultad. En el amanecer, al término del invierno crudo, logramos divisar, desde una distancia prudente de la garita, unas luces del otro lado, en la lejanía y, después de que el equipo de coyotes cavó un pequeño hoyo debajo de la cerca por donde entramos a la tierra soñada, convirtiéndonos en delincuentes y ratas insignificantes al romper la frontera. Después corrimos como animales asustados mientras los polleros nos mentaban la madre para que corriéramos más rápido. Corre pinche gorda sebosa hija de tu puta madre que nos van a agarrar. Ora pendejo que ya vienen. Apúrense hijos de su chingada madre, apúrense. Nuestros pies se atoraban en el pastizal y rebotamos en los hoyos del terreno.
Las espinas del zacate, que aquí llaman huizapoles, traspasaban la ropa causando severas molestias en las piernas. En la huida, caímos en una zanja con agua, cubierta por el pasto. El agua nos quedó arriba de las rodillas. Poco a poco, el frío hizo temblar nuestros cuerpos que, casi entumidos, engarrotándose paulatinamente desde los tobillos hasta la cintura, se negaban a seguir la travesía. Si alguien, alguna vez, ha sentido frío, ese frío que lo hace a uno moverse como robot, que duele en las plantas de los pies y la temblorina se posesiona de todo el cuerpo, los dientes chasquean sin control, las aletas de la nariz se endurecen hasta el dolor, las manos se sienten cual dos tenazas de metal pesado y la respiración corta, lastima, hiere al paso del aire por la boca y la nariz, entenderá estas palabras.
Al principio, el plan era trabajar en la ciudad, quizás en un supermercado o en un restaurante (todo mundo te da trabajo allá hombre) pero, en la casa de las luces conocí a los michoacanos y al zacatecano. Ellos habían sido contratados por un gringo para la pizca de la manzana. Me dijeron que, en su español precario, el gringo solicitaba a quince, por lo menos, para empezar, antes de la temporada de pizca, a arreglar los sembradíos y el rancho. Nos probarían laboralmente durante dos semanas. En el transcurso de la prueba, quizá no nos pagarían, ya que nos cobrarían la estancia en los galerones, el transporte al área de trabajo y nos descontarían la comida.
La dichosa prueba fue prolongada por cuatro semanas de arreglo de los postes y los galerones que se encontraban repletos de maderas podridas y piezas inservibles de maquinaria pesada. El rapado sigue lamiendo la entrepierna de la table dancer y el público lo celebra emocionado. Recorro el lugar con la vista, uno de los meseros se abre paso entre los rapados hacia nuestra posición, fingimos atención a los de la pista. Él se acerca entre los clientes con suaves empellones. Los michoacanos parecen estatuas. El zacatecano fuma, aparentemente tranquilo. El mesero se aproxima inevitablemente. Porta una charola vacía que usa como escudo al abrirse paso. Está a escasos tres metros de nosotros. Sigue avanzando entre los rapados y, uno de ellos, lo detiene probablemente para ordenar algo. Asiente y anota en el comandero. Maldita sea digo para mí, quería ver más mujeres.
Los domingos de descanso en el rancho manzanero los ocupábamos para lavar la ropa y escribir cartas, yo hacía planes de lo que haría de vuelta con lo que ganaba por allá. Pocas veces salimos del rancho para pasear o distraernos, preferíamos recorrer la enorme propiedad o, de plano, pasar el día recostados platicando o jugando cartas. Cada uno se reservaba un tiempo para recordar a la familia. Casi todos habíamos adquirido ropa, calzado y juguetes que esperaban ser enviados a nuestro país. Durante las noches, la silenciosa soledad nos desvelaba, se nos impregnaba, y se escuchaban largos suspiros que cruzaban la oscuridad de los galerones. La bailarina se muestra excitada, al parecer, por el buen trato del rapado.
Tendido sobre los camastros de los galerones, la imagen de mi esposa me rondaba por algunas largas, casi insuperables, horas. Qué añoranza por el olor de las plantas huele-de-noche que perfumaban el patio de la casa de mis padres y que siempre vinculaba con el olor del cabello de mi esposa cuando la abrazaba mientras dormía en la madrugada. El mesero se ha desocupado y gira hacia nosotros. Recorre la escasa distancia que nos separa y sigue de largo hacia la entrada. Ninguno de nosotros voltea a buscarlo. La bailarina baja la pierna y sube la otra. El animador reclama aplausos imitando a algún presentador de box desde su madriguera.
Un domingo, en el rancho manzanero, subimos a una camioneta pick up y nos desplazamos al extremo más distanciado de los galerones donde dormíamos. El camino de terracería nos condujo a un motorhome estacionado bajo un roble. El vehículo servía como motel y, dentro de éste, dos americanas, altas, de caderas y piernas anchas y piel rosa, ya nos esperaban. Hoy comemos bolillas dijo un centroamericano y todos rieron al unísono. Ourrale kebrounes, nos alentaba el conductor, americano, ponguense dzu penche candom. Algunos gastaron 20 ó 30 dólares, otros más de 40.
Alguien me toca el hombro por la espalda, volteo instintivamente, ¿van a tomar algo?, me pregunta un sujeto fornido acompañado del mesero. No, contesto y él me dice que el consumo mínimo es de un cubetazo. Buscábamos a un amigo, atino a decir, ya nos vamos. Como si lo hubiésemos ensayado, giramos y nos enfilamos a la salida, lo más dignamente posible que nuestra manera de andar nos permite, arrastrando los pies. En la salida vemos que el bar de enfrente está abierto. Algunas motos están estacionadas en la calle. Maldito amanecer, cómo tarda. Y con pasos lentos cruzamos la calle.