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MIRADOR DEL FARO

Escrito por Francisco Amador García-Cólotl en Viernes, 07 Agosto 2015. Publicado en Literatura, Narración

El viento fresco de la noche avivaba los cigarros encendidos en las manos de la pareja. La fuerza de las ráfagas mecía los largos cabellos negros de ella y por momentos hacía silbar tímidamente dos latas de cerveza sobrepuestas en los bloques rústicos de una barda enana que separa al mirador del precipicio. Ella, recargada en el muro, de espalda a la inmensa mar de resoplidos y salvaje movimiento, mar oscuro que parece cubrir toda la faz de la tierra y que en las noches se asemeja más a un hoyo negro que a un límite natural, donde cae todo para siempre, escuchaba atentamente a su interlocutor.

El faro, cual guardián y confidente de las parejas, noctámbulos y borrachos, con su ojo infatigable, emanaba cortinas de luz que eran absorbidas por la negrura de la noche de luna nueva. Allá abajo, donde las olas y el acantilado luchan en una batalla colosal, la densa espuma marina dibujaba tenuemente una alfombra parduzca en el litoral. Él, vislumbrando su bella silueta, hablaba tratando de apurar las cosas. El dragón del bufadero rugía al ritmo de las olas, embarrando su gutural sonido por las paredes rocosas hasta llegar a la cima, perdiéndose con la cortina luminosa que el faro hacía girar sin lograr penetrar la oscuridad casi sólida del hoyo negro. Lo había conocido, por casualidad o causalidad, un día en que se enfilaba al centro desde el sector en que vivía; en una esquina hizo la parada a un taxi colectivo y, como en el asiento trasero viajaban una señora y sus hijos, decidió ocupar el lugar del copiloto. La señora y sus vástagos se apearon cerca del parque de Las Ollas, ella terminó el recorrido como única pasajera.

En el corto trayecto notó la pulcritud de la unidad, el olor del aromatizante de los lava autos que despedía una figurita de una sexy mexicanita con el trasero y cintura claramente exagerados que colgaba de la base del espejo retrovisor; el estéreo con pantalla donde danzaban alegres y coloridas las notas musicales o, en algunas canciones, los flamantes cantantes con sus trajes norteños tan coloridos como las notas musicales; la música de banda de su gusto, las del Recodo, la Limón y Cuisillos; el uniforme de taxista, una camisa blanca bien planchada y con el logotipo del sitio bordado en las mangas, gallardamente portado por los escasos veintidós años del conductor y, más que eso, la seguridad juvenil y vanidosa con que se conducía en su empleo, siempre seguro, siempre distante de los pasajeros, como si algún favor les hiciese. Cuando llegó a su destino, además del rostro de él, de su peinado a la moda, los lentes oscuros de marca, su celular caro en una funda colgante del tablero, un “no es nada” al momento de bajar, la desarmó un poco más.

De ahí surgieron algunos encuentros azarosos y otros no tanto; ella investigó con otros taxistas los días de la semana que ése taxi operaba como colectivo a su sector y esos días vestía más provocativa de lo normal. Sin motivo definido se escapaba de su casa esos días para ir al centro a tomarse un agua frente al parque con el sólo objetivo de encontrarlo casualmente. Esperaba en una esquina para verlo pasar, y aun con los vidrios polarizados y el clima funcionando, conocía el número de unidad y las calcomanías decorativas de sobra. Fingía impaciencia cuando el auto se acercaba y se frotaba la ropa corta y ajustada en una fingida mímica de atención o asistencia a un asunto serio. Calculaba los tiempos en que debería terminar la ruta y, en el retorno hacia el Centro, ya lo esperaba con mirada despreocupada y distante. Algunas veces ya había llenado el cupo y no se detenía. Ella hacía rabietas y regresaba a su casa a recostarse en el sillón a ver la televisión. Veía el reloj de su celular ansiosamente y los minutos le parecían extensos en demasía. Se consolaba cambiando de canal cuando la telenovela hacía un corte y aterrizaba en otro canal donde Laura gritaba a más no poder las bajezas de sus invitados. Ella se imaginaba en uno de esos espectáculos defendiendo el amor que sentía por un hombre mayor; imaginaba a su madre restregándole dramáticamente su oposición a la relación mientras que ella gritaba al mundo que su sentimiento era lo más bonito y fuerte vivido nunca entre aplausos del público y la candorosa aprobación de la anfitriona que acometía con mirada sentenciosa a su madre. Podía ver ese programa casi toda la tarde si fuese posible pero, las telenovelas estaban casi siempre en el límite del clímax, a pesar de que la canción de la telenovela revelaba hasta el nombre de los nietos de la pareja protagonista, atrapando su atención durante horas seguidas.

Notaba el momento calculado para esperar el taxi y se debatía en seguir la programación televisiva y los dramas de esas historias imposibles o en pararse otra vez en la esquina para abordar el colectivo y verlo, conocerlo, que notara su admiración, su gusto y que supiera que estaba dispuesta a mucho por tener una relación con él. Su mamá regresaba de trabajar y la batalla verbal empezaba; la casa sucia, el uniforme rayado y con manchas, el polvo sobre los aparatos electrónicos, los trastes apilados, la basura desbordándose en la entrada, los cuadernos y libros en un misterio, los zapatos regados bajo las camas, las toallas en los respaldos de las sillas, tierra y lodo en el piso si había llovido, ella vestida con faldas cortísimas que su propia madre consentía en comprarle cuando sus encuentros eran más amables, maquillada y echada en el sillón desvencijado, sufriendo por las peripecias que la inocente señorita que no había conocido hombre de la telenovela tenía que lidiar para que una esquizofrénica antagonista no le robara al perfecto .

Como otros días, abordó el taxi en el asiento del copiloto y otro pasajero hizo el ademán de parada en la siguiente cuadra. Como el asiento posterior se encontraba ocupado, el nuevo pasajero y ella compartieron el restringido asiento delantero que los taxistas insisten con seguridad enfermiza da cabida cómoda a dos personas. Ella, contenta por el hecho, se recorrió hasta donde la palanca de cambios le permitió. El taxi reinició su recorrido al Centro con cupo lleno. Al hacer el cambio a segunda la mano de él rozó deliberadamente la piel de su pierna desplegada en minúsculo pantalón corto. Cuando hizo el cambio a tercera el recorrido fue de pierna hacia rodilla y bajó la velocidad intencionalmente para bordear un bache pequeño. En el trayecto paralelo al canal, cerca de otro sector, debido a la cantidad de baches reales, bajó e incrementó la velocidad con una sonrisa contenida y la vista fingida en las calles. Ella, a pesar de su corta edad, actuó como si nada pasara para no despertar sospechas de otros pasajeros que indiferentes seguían en el vehículo. Al llegar al Centro y cobrar los pasajes, él se permitió un momento para presentarse y obsequiar una tarjeta con su nombre, número de teléfono celular, taxi y sitio al que pertenecía argumentando cualquier servicio que se le ofreciera podría llamarle. Ella también se presentó con felicidad delatora a flor de piel, como si hubiese conocido a uno de esos actores de televisión que ella creía eran súper artistas.

La cortina de luz del faro se asemejaba a una vela de barco que giraba incansable desde el guardián manco sin penetrar la oscuridad donde deben rondar a placer las almas sin ser molestadas por las pequeñeces de los vivos. El taxi se encontraba estacionado cerca de la malla ciclónica que protege al gigante de luz y que ostenta un letrero de propiedad federal. Unos escalones conducen a la plataforma donde la pareja se encontraba. Él le propuso que tuvieran sexo y, aunque ya lo habían practicado muchas veces en los escasos tres meses de relación, en el taxi, en el dormitorio de él, algunas noches en alguna playa solitaria o en una casa que cuidaba un amigo de él, ella se negó a las primeras argumentando que al lugar llegaban turistas, trasnochadores y la policía. Él le dijo que debajo de la plataforma, caminando por un sendero a un lado del faro y tras pasar un pequeño muro donde la cerca fue arrancada, se podrían esconder sin ser molestados. Ella accedió. Tiraron las latas al precipicio y apagaron sus cigarros pisoteando las colillas ahí mismo. La aventura lo ameritaba, él lo ameritaba, un riesgo más por mantenerlo contento. Bordearon el faro y descendieron por el sendero; debajo de la plataforma del mirador las columnas de concreto sostienen lo que quizá debió ser planeado como el piso de un restaurant y ahora servía como mirador y, debajo de él, como vertedero de basura y mingitorio y baño. No fue nada difícil subir la pequeña falda y bajar su ropa interior, a tan sólo unos centímetros de la bastilla de la falda, mientras ella se hacía a un pilar. Guardó las pantaletas, sin prestar mucha atención al color y forma de éstas, en una de las bolsas de su pantalón. Tuvieron sexo sin condón, parados de espalda a la mar, que continuaba infatigable su vaivén, en escasos diez minutos. Ella no lo disfrutó como otras veces; los mosquitos le picaban las piernas, el olor a mierda se paseaba con las ráfagas de viento, de la hierba podrían salir insectos o arácnidos, la rugosidad de la columna de concreto le lastimaba las palmas de las manos, el precipicio estaba a pocos metros, el rugido del Bufadero y el sonido del viento silenciaban el posible ruido de algún motor y él, eufórico y sin parecer percatarse de nada más que de sus sensaciones, acometía en rápidos empujones que llegaron a lastimarla.

Qué diferente a las primeras veces en que ella le llamaba para ver a qué hora se encontraban en un departamento de renta a turistas que le prestaba un amigo, encargado de éste. Allí, él se tomaba su tiempo para acariciarla, para hacer que se desinhibiera y dejara de prestar atención a los defectos de su cuerpo. Le contaba cosas que había visto en la disco el fin de semana, quién se había peleado, quién se drogaba en su taxi, quién había terminado más borracho que Pito Pérez, las nuevas parejas de lesbianas que se besuqueaban en el taxi o qué calzones había visto con las que salían de la disco y abrían las piernas, ebrias, en el asiento trasero de su taxi. La hacía sonreír cuando le regalaba algo que se había encontrado en el taxi, posesión de sus pasajeros y que él actuaba diciendo que en el lava autos no le habían reportado nada cuando le preguntaban en el sitio. La mataba de celos cuando le confesaba que una señora tal, casada, le llamaba a medianoche para que la recogiera, o que una hermosa estudiante de prepa le tenía mucha confianza y platicaban bajo la sombra de algún almendro en un estacionamiento vacío de la playa. En el departamento ella se cubría con una sábana y él se metía debajo desde sus pies, eso la hacía reír. Luego la besaba en repetidas ocasiones y ella se dejaba llevar, se dejaba hacer lo que él propusiera, siempre tierno y sin prisas. Te voy a hacer que subas a las estrellas le decía jugando y, aunque no entendía bien a qué se refería, muchas de las veces, cuando no pensaba en su mamá o en si su vello púbico era feo o bonito y no quería que él lo viera fuera de la sábana, los espasmos de sus orgasmos la hicieron retorcerse en esa cama amplia del departamento para turistas. Después se ponía el calzón metiéndolo a propósito entre sus nalgas y se paseaba al pequeño refrigerador donde él había guardado algunas bebidas. Esos momentos le dejaban una gran impresión que duraba hasta la siguiente ocasión u oportunidad de verse y tener relaciones las veces que el tiempo les permitiera.

Recordaba entonces que sus amigas le decían que estaba loca por sus actos y ella les contestaba que lo amaba. Que lo amaba con toda el alma, que siempre lo iba a querer, que nunca lo iba a dejar, que cuando creciera se casaría con él, que él la quería mucho, que en la televisión había visto casos así y que lo demás no importaba. Imaginaba a su madre regañándola, sermoneándola, incluso pegándole para hacerla entrar en razón pero, ese preciso día, él le había hecho una recarga de cincuenta pesos a su celular y tenía que demostrarle que ella también lo quería sin saber que fue su madre quien hizo la recarga para que su hija le hablara después de terminar la tardeada en la secundaria. Recordaba a una maestra que en repetidas ocasiones habló con ella, de su comportamiento, de su inasistencia a clases, su falta de entusiasmo por la escuela, su incumplimiento con las tareas escolares. Imaginó a Laura, quien pudiera aparecer volando en picada desde la negrura de la bizarra noche en cualquier momento, y que seguía defendiéndola, abogando por ella, por su amor, por sus decisiones y por su valentía. Recordó con coraje a una de sus amigas que fue recogida por sus padres cuando la tardeada estaba a punto de finalizar y quien, por temor, nunca accedía a salirse de clases o escaparse como ella lo hacía. Sintió una punzada de tedio y decepción al recordar que al día siguiente tendría clases, que habría que levantarse temprano y usar ese ridículo uniforme de rata para después escuchar a una bola de viejos sobre cosas que nada tenían que ver con lo que le importaba. Casi soltaba un suspiro de tristeza con el recuerdo de la escuela el cual pudo haber sido confundido con la decepción por el desempeño de él y del asqueroso contexto del acto sexual cuando por fin, él se estremeció entre convulsiones de placer y sonidos entrecortados mientras se retiraba un poco y eyaculaba sobre la tierra. Ella, aliviada, se bajó la falda sin pedir su ropa interior. Los dos enfilaron hacia el sendero de vuelta al faro, abordaron el taxi y se dirigieron a la comunidad. Esa noche, le pidió que ya no lo buscara, que ya él tenía novia, que estaba muy chica para él, que ya se había enfadado, que lo mejor era terminar.

*

Los días que siguieron, después del rompimiento, fueron difíciles en la escuela; entraba a clases a recostarse a sollozar sin importarle nada; no escribía palabra alguna que fuera de la clase en sus cuadernos, los rayaba con el nombre de él y garabateaba letras cholas para después escribirle rata, hijo de tu puta madre, culero o muérete; los profesores le parecían gorilas horribles que cuchicheaban palabras ininteligibles; las profesoras le recordaban a su mamá y las aborrecía aún más; sus compañeros eran niños inmaduros que se topaban como ciegos unos contra otros; sus compañeras eran unas pendejas que actuaban según sus padres o el personal académico les ordenara. Tenía la sensación de que todos querían hablar con ella, sermonearla, regañarla, darle tareas extra, ponerla a estudiar o retarla a superarse. Su problema era el más grande del mundo. Nadie la entendía. Ya a punto de finalizar el ciclo y le sucedía esto; ya se acercaban las vacaciones de verano y su mamá la dejaba más tiempo sola cuando trabajaba en la playa en una de las temporadas altas de turismo.

Hubieran sido unas vacaciones con él, libre de pasear sin ver a su mamá hasta la noche. Podían ir al río o al delta de éste, sitio solitario donde estarían todo el día sin ser molestados, a cualquiera de las playas de las comunidades cercanas donde sólo algunos pescadores arriban o a Puerto, adonde él le había prometido llevarla en autobús, sitio donde nadie los conocía, a dos horas del lugar, y comerían y se pasearían tomados de la mano, él le compraría ropa y seguramente se hospedarían en un hotel y para eso llevaría una de las tangas que a él más le gustaba para pasearse por el cuarto de hotel y salir al balcón a ver las olas y el atardecer. Al mes siguiente de que cumplió catorce años su mamá fue a la escuela, después de varios llamados a los que hizo caso omiso por sus deberes laborales. Pasó uno por uno los salones, platicando con los profesores y profesoras. Casi todo era un desastre; en todo el ciclo escolar nunca cumplió con la asistencia requerida por la autoridad educativa, siempre se salía de clases o incluso hubo días seguidos en que no se presentó; en clase ofendía a sus compañeros y compañeras verbalmente y, especialmente a sus compañeras, las amenazaba con golpearlas si se metían en sus asuntos; raras veces cumplió con material para experimentos, exposiciones o elaboración de objetos; sus libros de texto eran un enigma que nunca se reveló; se le asignaron tareas en todo el ciclo y siempre engañó a su madre diciéndole que no tenía; jamás leyó algún libro y entregó el reporte de lectura; en los exámenes obtenía dos o tres de calificación y muchos se le retiraron por copiar durante la aplicación; en total, había aprobado dos materias de ocho, Educación Física y Educación Artística, y no podría solicitar exámenes extraordinarios; la realidad era que, a pesar del amargo llanto de su madre, de su semblante tembloroso y adolorido, debía repetir el primer año de secundaria.

 

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