SALIDA DE CAPITALES Y MARGINACIÓN SOCIAL
Abel Pérez Zamorano
Cuantiosos capitales salen hacia otros países. Según el Banco de México, en el año 2013 inversionistas mexicanos enviaron al extranjero más de 537 mil millones de dólares, 14.5 por ciento más que en el año anterior (68 mil 257 millones más), invertidos principalmente en especulación bursátil en otros países, depositados en cuentas bancarias o aplicados a la compra de casas, terrenos y edificios. Del total, 157 mil millones fueron destinados a comprar o crear empresas, a generar empleos fuera, como si aquí tuviéramos suficientes. En inversión de cartera (bolsas de valores, deuda, etc.), se aplicaron 57 mil millones. Para darnos una idea de la magnitud del problema, digamos que sólo la salida ilegal de capitales (flujos financieros ilícitos) supera los 872 mil millones de dólares acumulados en 41 años (Global Financial Integrity). Según la Red para la Justicia Fiscal, alrededor de 417 mil millones de dólares de mexicanos están depositados en paraísos fiscales (40 por ciento de la riqueza creada en un año), suma con la que podría pagarse 2.5 veces la deuda externa y liberarnos de los intereses. A nivel global se estima en 31 billones de dólares (casi el doble del PIB anual de Estados Unidos) guardados en los paraísos, provenientes de distintos países.
Estos datos parecieran provocados por una falla del sistema, una anomalía suya; pero no hay tal: se trata de un hecho absolutamente racional en la lógica y la dinámica del capital; y no hay de qué sorprenderse: su razón de ser, consustancial a él, es generar utilidades, las más posibles, sea donde sea, en los polos o en el Amazonas; la geografía no es impedimento, y sería contra natura esperar otra cosa. Dejado a su libre arbitrio, a sus solos intereses, operando a través de la acción espontánea del mercado, de su mercado, sería utópico esperar otro proceder. La razón es que el capital no permanece fijo: se mueve de donde la rentabilidad es menor a donde es más alta, dentro de un país, entre estados o regiones o de un sector de la economía a otro; por ejemplo capitales que operan en la agricultura y perciben más rentable, pongamos la minería o los servicios financieros, lo hacen, so pena de incurrir en un costo de oportunidad, imperdonable, por el que pagarían un alto precio ante la competencia, desperdiciando una opción más rentable por permanecer “fieles” a la actual. Claro que a la postre, al saturarse el sector de destino, las expectativas de ganancia caerán por el exceso de competidores, y de nuevo se buscarán espacios más apetecibles, incansablemente. No hay otra consideración que determine el destino de los capitales ni sus súbitas estampidas cuando perciben barruntos de tormenta o indicadores de merma en sus beneficios. Recuérdese que tan sólo en el mes de diciembre de 1994, en plena crisis, salieron de la bolsa de valores de México más de 16 mil millones de dólares de inversión extranjera, que volaron a mejores plazas.
Y es que la movilidad del capital no se circunscribe al interior de un territorio nacional, ni siquiera de su país de origen: es global; por eso se dice que el capital no tiene patria. En función de las condiciones y la rentabilidad obtenida, o esperada, preferirá uno u otro país, y desinvertirá en aquél para moverse al otro, como inversión extranjera directa o de cartera. Si en un país se elevan impuestos, se refuerza la protección ambiental o se protege a los trabajadores (o al menos se les permite defenderse ellos mismos); si se aplican restricciones al movimiento de capitales, éstos emigran, o chantajean con emigrar, para obtener mayores prebendas. Ésta es su lógica, fría, inflexible y omnipotente, en el actual modelo. Asimismo, si se satura de capital una economía nacional, los inversionistas buscarán otras opciones.
Pero en este juego hay intereses afectados y que son superiores a los empresariales: la viabilidad misma de la nación y los sectores de menores ingresos, aquéllos que viven de su salario o su trabajo honrado y que son la abrumadora mayoría. Éstos necesitan empleos, y no irse al sector informal a sobrevivir (el 57.8 por ciento de la PEA está ahí); requieren un lugar para vivir, y no se les ofrece alternativa: el déficit de vivienda supera los ocho millones de casas, y hace falta construirlas, pero no es ahora de lo más rentable. Se precisa de más y mejores escuelas, así como becas y albergues para estudiantes pobres, y maestros mejor pagados; incontables pueblos están incomunicados; las instituciones de salud gubernamentales carecen de materiales y equipo básicos y del personal suficiente para garantizar una atención humana y eficiente; miles de colonias populares y comunidades rurales carecen de agua, electricidad y otros servicios básicos; la agricultura está en crisis y sufre una sequía de inversión, etc.
Pero nada de ello puede atenderse debidamente, pues la política económica vigente ha establecido medidas óptimas para la acumulación, entre ellas la casi absoluta “libre movilidad de los factores”, que se concreta en la “liberalización financiera”, que ofrece amplias facilidades legales a los capitales, sin más restricción que la voluntad de sus dueños, para instalarse o abandonar el país a su conveniencia, generando aquí una enorme carencia de recursos para inversión y gasto público; esto sin considerar las estrategias de gasto del gobierno. En fin, la propia realidad demanda la urgente instrumentación de medidas que reduzcan el daño social ocasionado por la salida de capitales. Una vez que el afán acumulador de las grandes corporaciones se torna lesivo para el bienestar social e incompatible con él, debemos preguntarnos: ¿qué es primero, acrecentar las grandes fortunas o atender las necesidades de los casi 90 millones de pobres y promover un desarrollo económico equilibrado? La opción elegida determinará el modelo económico. Y no hay lugar para dudarlo mucho: si se quiere que México sea un país próspero y justo, debe privilegiarse el interés social, no excluyendo al capital, pero sí subordinándolo a intereses superiores.
México, D.F, a 1 de octubre de 2014
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José Abel Chihuahua Luján