Homenaje a Sor Juana Inés de la Cruz: SOR JUANA, LA MONJA AFGANA (Reepublicado)
I
Dicen los cursis que una imagen vale más que mil palabras. Las pocas imágenes que conservamos de Sor Juana constituyen una visión canónica e imborrable de su persona, que determina al mismo tiempo nuestra percepción acerca de su obra. En estos famosos retratos aparece con su hábito de monja, en el centro de alguna biblioteca, rodeada de textos sacros y cultos. Se nos olvida que debajo de aquella especie de bhurka había un cuerpo joven y bello, una mente sensualmente despierta, ansiosa y atormentada. En su aburrida placidez, Sor Juana, la del retrato, se ha vuelto un icono y deja de ser humana; peor aún: ha cesado de ser mujer. Es un objeto de culto en un entorno culto. Nos olvidamos de sus pasiones femeninas y nos concentramos en su prestigio intelectual, que es lo que todo mundo celebra. Entonces, ensalzamos a la monja ilustrada y nos olvidamos de la mujer poeta. Se nos olvida que todo ese aparato que la rodea y la propia indumentaria que la cubre son un disfraz de la época, un indispensable camuflaje para sobrevivir en la rígida sociedad novohispana, haciendo eco de aquella frase citada por Paz, donde la monja dice: “no quiero ruidos con la Inquisición”. Entonces, la imagen que nos hemos forjado es la del silencio de Sor Juana, una censura y una autocensura que se encubre con el barniz de la alta cultura, la metafísica y la teología; todas ellas cuestiones sumamente correctas y aceptables en el siglo XVII mexicano tanto como en la actualidad. Se nos escapa que detrás del disfraz hay todavía un ser polémico.
II
Si Sor Juana antes que monja y culta, fue mujer y poeta, sus obras deberían ser menos prestigiosas y más leídas, pero destaca Paz que hasta fecha muy próxima las mujeres se han acercado poco a poco a Sor Juana para leerla y reivindicarla, o mejor dicho para reivindicar a una poeta, sin duda la más grande que ha dado nuestro país y una de las voces más altas en lengua hispana. Su prestigio intelectual la ha alejado del territorio de la vida real, en donde se desenvolvió de una forma apasionada e inteligente, entendiendo por inteligencia algo mucho más vasto que el retratado saber libresco, del que no careció. Pero Sor Juana era más astuta que cualquier otra monja o mujer de su época pues sus preguntas eran más complicadas y porque sabía, como todo poeta, que eran difíciles sino imposibles de responder. Se preguntó, sin duda, por la naturaleza del amor divino pero esta pregunta pasa por otra más inmediata: la del amor humano. ¿Qué es eso que hace a una persona amar aquello que la destruye? En el que para mí constituye su poema más pasional, el más intenso, la mujer, la poeta exige y reflexiona: “Detente, sombra de mi bien esquivo/imagen del hechizo que más quiero/bella ilusión por quien alegre muero/dulce ficción por quien penosa vivo…” La inteligencia de Sor Juana, su lucidez, no le sirven para vencer a las pasiones, sino que la dotan de armas más vivas y nobles para enfrentarse a ellas con la certeza de ser derrotada. La mayor lucidez de Sor Juana, además de ese silencio poético, análogo al de Rimbaud, con que concluye su vida, es la conciencia de que resulta imposible vencer al destino, enfrentarse a la iglesia, renunciar al amor o desprenderse de la curiosidad y la inteligencia. Al igual que Rimbaud, pienso, eligió el silencio porque encontró que la única interlocutora a la altura de su amor y de su rabia era ella misma, o el Dios que en ella la interpelaba.
III
A la luz de la literatura de Sor Juana resulta ocioso preguntarse si existe una literatura femenina o incluso si existe una literatura mexicana. Existen literaturas múltiples insertas en tradiciones diversas, pero sobre todo, grandes escritores que trascienden los límites de su cultura y de su época, jugando precisamente dentro de esos límites y de esa lengua. Paz nos recuerda en su imprescindible texto sobre Sor Juana que la novoshispana era, como la de hoy, una sociedad plena de contradicciones y llena tanto de riquezas como de imposibilidades. Una sociedad en la cual la pluralidad cultural y la enorme diversidad étnica tenían su correlato en un orden jerárquico inamovible, una ortodoxia y una burocracia. En ese mundo, el barroco al que Sor Juana perteneció se caracteriza precisamente por la tensión entre el inagotable llamado de la vida y la formalización codificada de sus más caras expresiones. Cuerpo y espíritu en plena lucha caracterizan el barroco de Lope, de Góngora, Quevedo, de Calderón y de Sor Juana. Son la expresión de un mundo que recurre la perífrasis para evitar la expresión directa de sus excesos: irreprimibles pasiones, sensualidades, contradicciones y arrebatos que se enfrentaban a una fe casi diabólica en algún Dios que remaba a contracorriente de la naciente modernidad. El Dios verdadero, que siempre es personal y contradictorio porque concentra no sólo la salvación y el resguardo, sino también la expulsión y la cólera, estremece al barroco como una fuerza olímpica, telúrica, que deja inerme a seres plenos como Sor Juan. Frente a este Dios tan intenso, una iglesia que entonces trata de dulcificarlo se convierte simplemente en una poco eficaz instancia censora. Dios verdadero y amor verdadero son los objetos que busca esta monja, no sus formales constataciones, aún a sabiendas de que, como dice Platón, sólo a través de sus formas sensibles se nos revelan las esencias. A la luz de estas veloces reflexiones, que tratan de situar a Sor Juana como una reina de la contracultura, resulta, por lo menos indignante que los colectivos lésbico-gays sigan pensando todavía, desde un presente mediático donde las transgresiones del pasado se revisten, por virtud de la inercia, de una aburrida solemnidad, en Gloria Trevi y Paulina Rubio como sus emblemas, tendiendo a mano a nuestra inigualable monja afgana.
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Ara