Taller de la serpiente: DEL IR Y VENIR QUE ES LA RUTINA
Quiero escribir versos como Sabines y narrar como Celorio, pero aceptémoslo, eso no es lo mío. Me siento más cómodo detrás de un escritorio, donde me doy vuelo con oficios y memorandas, liado al horario de entrada que es más tedioso que el de salida. Una vez más quiero convencerme que tengo suficiente talento, al menos para deslumbrar a los compañeros de ese taller literario al que asisto con cierta frecuencia. Dejé pendiente el reporte que con carácter de urgente me pidió el jefe y escribo:
La única calle rebozante de indigentes
mal curándose la resaca del fin de semana,
mientras los chiquillos desnutridos
atiborran el estanquillo para cebar con golosinas
las hordas de amebas que los invaden.
Dos estrofas más y lo consigo. Por otro lado existe en mí una vena incendiaria, rebelde y contestataria que la semana inglesa y el cheque quincenal no han podido domar. Así que resuelto a cambiar el mundo y a pesar de las tres llamadas de la gerencia para que entregue a la de ya, el parte de mis actividades como supervisor (un contrato de obra pública que lleva cuatro años de retraso), me adentro en la red social de moda para compartir las entradas del blog favorito que a diario visito y exponer en la sección de comentarios, sentidas quejas del régimen que nos oprime, advertir sobre lo catastrófico de los transgénicos y hasta de un falso correo que se ha hecho viral en la red y donde se “acusa” a nuestra presidenta municipal de ser gay y haberse casado a escondidas con una artista local. Todo eso mientras he dado tres leídas al incipiente poema que tendrá como destino la Papelera de Reciclaje. Quizá mañana lo restaure por enésima vez y lo maquille con alguna otra idea políticamente incorrecta. Ya casi es hora de salir y tengo que terminar el maldito reporte que solo acumulará bytes en el servidor de la empresa. Apago la computadora, mi herramienta de trabajo y el fusil con que ajusticio bots, la luz del cubículo donde cumplo condena y la cafetera que surte uno de mis vicios, para cumplir –eso sí- con la política del ahorro de energía y me dirijo al estacionamiento. El desgano hace presa de mí, quizá nunca me ha soltado y veo cada vez más lejos cumplir con la máxima: plantar un libro, escribir un hijo y tener un árbol.