Taller de la serpiente: SOMBRAS Y SILENCIO
Nacieron con dos meses de diferencia; en los números 315 y 316 de la Avenida San Martín. Ninguno de los dos era especialmente sociable así que no supieron del otro hasta que tuvieron alrededor de seis años.
Desde el momento en que lo vio sintió un profundo e inexplicable desprecio por el niño sentado en el patio de la casa de enfrente; siempre alardeando con su estúpida guitarra, con su estúpida armónica, con su estúpida voz. Siempre causando lástima, siempre aprovechándose de que no podía ver y por lo tanto no sabía todo lo que podía envidiar... pero podía, ¡tenía que poder!
La tarde era calurosa, se estaba especialmente bien afuera. Había alguien detrás del arbusto ¿Hay alguien ahí? Nadie contestó, pero había alguien detrás del arbusto, alguien que olía a talco. Sé que hay alguien ahí, puedo escucharte.
Ahora alardeaba de tener superpoderes. Vamos a ver si es cierto. "Alguien" tomó una piedra del jardín y la lanzó con todas sus fuerzas. No había escuchado venir la piedra que le dio en la ceja: además era mentiroso. Cuando terminaba los deberes encendía el aparato de sonido junto a la ventana hasta que conseguía que el ciego moviera un pie con el ritmo de la música; entonces lo apagaba. Pero el ciego seguía moviéndolo, sonriendo. ¡Pinche ciego de mierda! Debía haber algo que el ciego no pudiera hacer, algo que tendría que envidiar. Entonces supo lo que quería para navidad aquel año: Específicamente la que tenía campanilla en el manubrio, era hermosa. Desafortunadamente solo podía pasear en la cuadra de su casa; había calculado que más allá el ciego no podría escuchar, así que daba lentas rondas de una esquina a la otra, tocando la campanilla, pasando sobre latas, colocando una botella de plástico doblada en la rueda trasera, como había visto que hacían otros niños.
Podía ubicarlo de forma tan precisa que sabía exactamente cuándo desear que aquel pájaro cagara para que le cayera justo en la cabeza al presumido de la bicicleta. Debía reconocer que el ruido de las llantas sobre el pavimento era delicioso y aquel debía saberlo porque derrapaba deliberadamente justo cuando pasaba frente a su casa. Había elegido precisamente el juguete que estaba prohibido para él, su madre había dicho que era demasiado peligroso. Pero dado que se empeñaba en pasear tan cerca de su casa no podría evitar escuchar, por accidente, las canciones que cantaba; la canción de "La bicicletita de nena", la del "Niñito mimado", la del "Niñito que huele a bebé"... Cuando la canción del "Presumido mariquita" no dio resultado, entendió que había aprendido a jugar su juego. Vamos a ver si yo aprendí a jugar el tuyo (vamos a escuchar, se corrigió enseguida). ¿Crees que sólo tú sabes lanzar piedras?
Las siguientes dos semanas se dedicó por completo a desarrollar su puntería. Colocó un viejo plato de peltre en el árbol del patio trasero y empezó a practicar con canicas. Era mejor de lo que creía y desde luego mejor de lo que los demás pudieran esperar. Cuando logró acertarle cinco veces seguidas empezó a dar una vuelta antes de arrojarla, después dos... no podía hacer que el plato se moviera así que practicó lanzar mientras corría. Nunca consiguió acertar más de un cuarto de las veces de esa forma, pero no podía esperar más, el ruido agudo de la campanilla resonando toda la tarde, todas las tardes, no le permitía pensar en otra cosa que en hacerla callar.
Tenía una oportunidad entre cuatro, así que tomó la piedra más grande que pudiera lanzar, por aquello de aumentar las probabilidades. Terminó de comer y fue a sentarse en el banquillo, a un lado de las macetas. Esta vez no llevaba la guitarra ni la armónica. Mantuvo las manos en los bolsillos, acariciando la piedra, hasta que escuchó el primer tintineo y empezó a sonreír discretamente.
Por el tiempo que había tardado entre pasar frente al auto de don Roque y el de don Cacho calculó que tendría que lanzar la piedra al segundo árbol de la casa de enfrente; si se equivocaba casi seguro rompería un vidrio, pero aquel veinticinco por ciento de probabilidades de hacerlo caer, bien valía el riesgo. Entonces ocurrió, escuchó el golpe seco y después la bicicleta y el tintineo entrecortado de la campanilla al golpear el pavimento. ¡Cómo lo llenó de satisfacción! Sin embargo algo arruinó la victoria de golpe. Aquel gemido no era normal. Repentinamente comprendió. Cuando escuchó el alarido de la madre sintió tanto pánico que solo acertó a decirse, como para disminuir la culpa: Pinche mudo de mierda.
Después de aquello el silencio se apoderó de la calle. Un coágulo, habían dicho. "Si lo hubieran traído unas horas antes..." El único que estaba en la calle cuando ocurrió era el niño del 316 pero, obviamente, no había visto nada... Al tercer día tuvo que aceptar que extrañaba el ruido de la campanilla dando rondas interminables...
Autor: José Luis Gómez Torres