Trescientos sesenta y cinco días de orfandad
Hace un año nuestros destinos de manera definitiva se bifurcaron. De manera literal.
Como ya lo sabes, me dirigí ese día -contra toda mi voluntad- en dirección opuesta a donde tu cuerpo yacía sin vida.
Un año ya de ésta orfandad que me heredaste y no logro superar. Todo lo contrario, a ratos me inunda, me resulta insoportable.
Me dueles profundamente. Me duele no haber podido llorar –te-. Me quiebra la distancia que me separó de ti ese día. Todas las lágrimas que me tragué. Y no me es suficiente, no, no me es, la idea de saber que por fin descansas; no sé si más de la ausencia de mi padre y la nostalgia que te causó o de tu enfermedad. Lo siento, pero el egoísmo a veces me traiciona.
Todavía me da por pensar si de llamar por teléfono a la que fue tu casa será tu voz la que responda.
Me duele tu ausencia quizá más que hace un año.
Te he soñado. En las últimas semanas has estado presente en mis sueños y en todos ellos me miras. Justo como la última noche que te hice compañía. Cuando nuestras miradas se encontraron en la penumbra de tu cuarto, entre tu inquietud y desvaríos y mi desesperación y cansancio.
Me duele haber salido huyendo de tu casa. Créeme y perdóname por favor. No fue cobardía -sé que lo sabes- aunque así lo haya parecido- Huí del dolor de no tener como ayudarte –porque nada había que hacer-, de la ansiedad que tu estado me generó, de la tristeza de ser incapaz de negar que el final se encontraba a la vuelta de la esquina. De la impotencia de no encontrar cómo gritarle a la vida, al destino o al mismo Dios por qué te dio tanta agonía.
Simple y sencillamente solté tu mano y salí casi corriendo de tu casa, llena de miedo.
No fui valiente –como tú- para encarar la muerte. Su aroma.
Hace apenas dos meses y medio me senté frente a tu tumba. Hacía calor a pesar de ser muy de mañana. No te llevé flores. Tampoco pude decirte nada. Sólo encontré dos faltas de ortografía en tu lápida.
No pude hablar porque algo estuvo apretando por dentro mi garganta. Supongo que fue sudor lo que me escurrió por los ojos y la cara. Segura, fue la brisa matinal la que se llevó las palabras.
Rocé con mi mano izquierda las ocho letras de tu nombre antes de levantarme y me alejé.
No he vuelto a tu casa. Sigo huyendo -no es por cobardía-.
Me doy cuenta como todos tus hijos giramos en torno a tu recuerdo, desorientados, perdidos. Incapaces de ser la amalgama que fuiste en vida y que nos mantuvo unidos. Hacemos como que sí, pero no.
Un año, madre. Un año. Insisto en repetirlo –un año- porque me parece tan poco y a la vez tanto.
Sólo con la muerte el tiempo pierde su sentido.
Y al final nunca me atreví a preguntarte: -y es hora que no puedo sacarme la duda de la mente- ¿cómo pudiste vivir tanto tiempo sin mi padre?