Un día agitado
Para mis hermanos
Desde que su mamá lo despertó el lunes de manera agitada, Héctor supo que ese día no sería como cualquier otro.
-Ya levántame hijo, se me hizo tarde. Apúrate. Dijo la madre moviéndole el hombro y tocándole las mejillas.
Héctor recordaba cómo el domingo por la noche su madre, cuyo nombre era Sara, hizo una montaña de ropa limpia para disponerse a planchar. De entre la montaña distinguió su camisa y pantalón de la escuela.
-Seguro que se le pasó el tiempo planchando y durmió poco. Pensó Héctor haciendo a un lado las cobijas y aplastándose el pelo que siempre le amanecía como cresta de gallo.
Tan rápido como pudo se vistió, se peinó y se sentó en la mesita de la cocina donde ya le esperaba un chocolate caliente, con una concha untada de nata y espolvoreada de azúcar. A un lado estaba una bolsita con una torta de jamón para el recreo y una pequeña cantimplora con agua.
Tan pronto dio el último sorbo a su chocolate para pasarse el pedazo del pan que le quedaba, sintió la mano de su madre que lo tomaba y empezaba una especie de carrera que no pararía hasta la puerta de la escuela. Creyó que volaba con una mano agarrando la bolsita del lonche y con la otra aferrado a la mano de su madre que cargaba un mochilón de varios kilos de peso en su hombro. Como carrera de relevos unos metros antes de la entrada, Sara sin detenerse, le fue acomodando la mochila en la espalda de su hijo que se arqueaba por el peso y parecía derrumbarse de un momento a otro.
Apenas Héctor entró se cerró el portón, pasaban cinco minutos después de las ocho de la mañana. Héctor entre adormilado y sorprendido volteó para ver cómo Sara le mandaba un beso con la mano y la perdía de vista entre todos los padres y madres amontonados en la reja de la escuela.
Se fue directo a hacer la fila de su grupo de segundo grado, no era de los más bajos ni de los más altos, su lugar estaba más o menos a la mitad de la fila. Pronto empezó la ceremonia cívica, los honores a la bandera los encabezaba una escolta que paseaba la bandera por todo el patio al ritmo de los redobles de una banda de guerra, luego un pequeño grupo declamó una poema y se concluyó como siempre cantando el himno nacional. Después todos los grupos enfilaron hacia su salón de clases.
Como era lunes tenían que ir a la parcela a regar y quitar las malas hierbas, así que nada más dejaron sus mochilas en el salón, salieron ordenadamente al pequeño campo agrícola escolar. Cada grupo tenía una parcela con cebollas, jitomates, calabazas y chiles. En una pila enorme, que Héctor siempre relacionó con una pirámide azteca, había llaves de agua en donde llenaban sus botes para regar los surcos. Concluida la labor regresaron al salón.
El maestro, que según decían también ejercía el oficio de luchador los domingos en el pequeño parque deportivo del barrio, iba revisando las tareas a uno por uno mientras el resto hacía una breve lectura. En esas estaban cuando Héctor sintió la primer sacudida. Volteó instintivamente a la ventana y vio como las protecciones metálicas se hacían como si fueran de chicle y las paredes tronaban. Rápidamente el profesor dio instrucciones.
-A ver todos en calma, vamos a salir al patio uno por uno sin aventarse. Está ocurriendo un temblor de tierra pero no va a pasar a mayores.
Para gran parte de los alumnos era un hecho desconocido lo que estaba sucediendo así que casi lo tomaron a juego, pero los alumnos de los últimos grados sí se veían preocupados y unos que otros hasta hacían pucheros, pero les daba pena soltar el llanto.
Ya afuera del salón, Héctor vio otro espectáculo que junto con el de las ventanas jamás olvidaría, la pila de agua de las parcelas parecía una frágil taza de la cual el agua saltaba de un lado a otro echando grandes olas por sus bordes. Pensó que se vaciaría quedando seco su interior. Los alambres de energía eléctrica se balanceaban como si fueran una cuerda para saltar y los postes de los cuales colgaban los alambres parecían árboles movidos por el viento.
Los esfuerzos de los maestros se concentraron en mantener a sus alumnos en áreas alejadas de objetos que pudieran caer y lastimarlos. Aunque el sismo duró treinta o cuarenta segundos se hizo una eternidad. Cuando todo volvió a la calma con risitas nerviosas se veían unos a otros.
-¿A poco te asustaste? Le preguntó Héctor a uno de sus mejores amigos que tenía a un lado pálido como una vela.
Al poco rato los padres y madres se volvieron a reunir en la puerta de la escuela preocupados por sus hijos. Los que quisieron pudieron llevárselos. Sara se llevó a Héctor que todavía tenía los ojos redondos como platos. De ahí se fueron directamente al mercado a comprar los alimentos para la hora de la comida. De por sí el mercado era un lugar donde siempre se oía un gran murmullo pero con el temblor tan reciente aquello era una gritería. El temblor era el tema del momento. En los puestos del mercado, que eran levantados con postes de madera y cubiertos con láminas de cartón, no se hablaba de otra cosa entre los vendedores y los compradores.
Como su mamá llevaba la bolsa del mandado Héctor tuvo que cargar la mochila todo el tiempo, así que llegó cansado a casa pero como era temprano su madre le encargó ir por las tortillas. La tortillería era un enorme comal alrededor del cual cinco o seis señoras con sus máquinas manuales aplastaban una bolita de masa para darle la forma de la tortilla que después colocaban delicadamente en la parte del enorme comal que tenían a un lado. Alternadamente aplastaban bolitas de masa y daban vuelta a las tortillas que estaban en el comal para que no se quemaran. El proceso era lento y la cola era larga así que Héctor pasó un buen tiempo en el encargo pero no se aburría mirando a las tortilleras siempre en movimiento. Del lugar salían oleadas de aire caliente con el rico olor a tortilla cocida.
En cuanto regresó le indicaron que se cambiara de ropa, que pusiera la mesa con los cubiertos y que hiciera el agua fresca, mientras estaba lista la comida. Héctor nunca se imaginó que se hicieran tantas cosas en la casa por la mañana. Estaba acostumbrado a que llegando de la escuela se sentaba a comer en la mesa y después salía a la calle a jugar con sus amigos. Eran los tiempos cuando la calle era un lugar seguro para divertirse y jugar porque casi no había carros en el barrio. Pero ese día todo era distinto. Con el temblor se cayeron unos trastes de la alacena y unos libros del librero así que le dijeron a Héctor:
- Hijo, ahora en lugar de salir te vas a tener que quedar a acomodar los libros y a ayudarme aquí en la cocina a ordenar los trastes, mira que tiradero se hizo.
Después llegó la hora de ir a la leche al establo. Ya de regreso Héctor le pedía a su mamá cargar un momento el bote de la leche que con grandes trabajos llevaba por unos pasos antes de devolverlo a su madre.
-Mamá, parece que hoy la leche está más pesada que nunca. Decía Héctor devolviendo el bote lechero y Sara se sonreía.
Llegando a casa casi era la hora de escuchar la radionovela que tenía gran popularidad y se pegaban al radio a escucharla atentamente.
Aunque ese día no hubo tarea escolar que realizar, Sara le puso a resolver unas divisiones aritméticas que le acababan de enseñar a Héctor, a quien no le hicieron nada de gracia y a regañadientes se puso a resolverlas.
Llegó la hora de la merienda y a Héctor se le cerraban los ojos de sueño. En cuanto se acostó y Sara empezó a leerle el cuento que siempre pedía entró en un profundo sueño. Había sido un día agitado.