Y seguimos pidiendo la palabra: EL VUELO DE DON CARMELO
Don Carmelo Águila nos había dicho a todos que sería su último vuelo. Dispersó como un puño de buena semilla sus palabras por el pueblo. Queríamos tanto verlo en su última danza que la plaza bullía como una zumbante colmena bajo el sol. Hace tanto nada sucedía en el corazón del pueblo. Hasta su danza la habíamos dejado de ver por tanta ceniza que viene de la costumbre. El suelo de cemento pulido devolvía al cielo el brillo de un escudo. La única batalla era la de las llamas mínimas de la luz contra ellas mismas, que se tejían furiosamente en el manto caliente del medio día. Era la surada envolviéndonos como una cobija caliente de la furia. Sudorosos cuerpos como vencidos tallos para mirar su último vuelo mayor. Don
Carmelo era breve como un arbusto delgado y de fresco verdor era su risa. De lejos era breve. Si lo tenías junto parecía que hasta oías como respira una montaña. Son cosas que puedes mirar solo cerrando los ojos, porque cómo iba a caber una montaña en un arbusto delgado al que tanto se le parecía. Tras muchos vuelos pequeños, amarrada rama en sus primeras alas, desatándose desprendido fruto del gran árbol que nos da la vida, le tocó tomar el trono del vuelo mayor. Y danzaba como nadie se recuerde que lo hubo hecho, sostenido solamente por el vuelo de su danza que invitaba al gozo, que pareciera a muchos un sol en el horizonte equilibrista, una palabra de Dios a punto de ser nombrada en el filo de los labios rojos de la lejanía. Por eso podemos decir que parecía un breve arbusto de verde sonrisa o una montaña respirando desde su altura de nieve inconmovible. Solo las nubes lo alcanzaron y le dijeron cosas que no sabremos los de abajo. Así eran aquellas plumas agitadas de su vuelo que tuve la gracia de conocer. Por última vez lo veríamos sostenido en lo alto del poste ceremonial desatando los listones de los pequeños voladores con el tañido de inapresable colibrí que era su flauta atravesada por una música que de dónde pudo haber venido. Dijo algún día que afináramos nuestra flauta de caña rústica, sencilla, para que viniera a sonar en nosotros la música de Dios. Nunca supimos cómo se hacían estas extrañas cosas que a veces nos pedía como exigiendo. Luego lo veríamos en su hamaca haciendo caras de diablo, desatando risas, para dar a sus nietos una mezcla confusa de miedo profundo y de alegría. Los más pequeños soltarían las nubes cargadas del llanto que se parece a una lluvia que ensombrece el paisaje y lo oculta y luego se desata y todo es más hermoso tras la lluvia y tiene otra luz y otro brillo. Pero ahora estaba sostenido en su danza altiva, como tal vez sería la estrella de Belem que en alto cielo a todos les regalaba rumbo. Era como mirar un gran sol que giraba y desataba listones, y esa maravilla venía desde lo alto hasta nosotros que mirábamos desde la plaza de nuestro pueblo de polvo. Estaba sostenido en lo alto, como lejos de los cansados días de siempre, de la fatiga de todos, de nuestro refugio de cueva húmeda y fría donde el trago nos daba un sitio a todos y era una casa grande. Los cristos de camisa blanca, volteados y sin clavos, frutos ebrios, ya venían cerca. Era tiempo bueno para los güeros que les toman retratos girando y cerca de nosotros.
Don Carmelo seguía clavado en el poste de su altura. Comenzaron los aplausos como una hojarasca rota, removida. Vi con mis ojos puestos en otro lado el derrumbe de una sombra.
Cómo vino a darse su caída si estaba atado a la altura más que los encordados. En nada se descompuso y parecía más que bajaba por voluntad su vuelo. Yo le vi una sonrisa y en el último pedazo del aire que lo separaba del suelo de cemento pulido, lo vi que danzaba en el aire y caía con cálculo preciso, como un pájaro que sabe posarse y va
Tan fácil del vuelo a la rama desnuda. Pero vino la quebrazón de sus huesos sin las alas que parecía que tuvo siempre. El alto fruto que tenía miel para todos se vino abajo y se rajó y eso no parece aún ahora posible. Bajó con majestad hasta el polvo nuestro de la plaza y luego vino la quebrazón. No pudo haber caído un alto sol que danzaba. Su eje seguro se movió, y esto nos parece más probable, y dejó al alto poste solo y eso desatado de su música, ya no es un árbol de la vida. Y eso será un palo seco ahora, sin memoria y sin alto sol danzante, hasta que algún Águila sepa cómo resolverlo. Seguro se llevó su danza y sus listones de colores y su sencillo sol feliz y desatado hacia algo que está escondido bajo nuestra pobre plaza de polvo de todos los días. Tal vez todavía están esas sombras desconocidas que nos dicen los últimos viejos que a veces llaman. Tal vez, desde ese palacio de piedras negras, alguien lo llamaba a combate por envidia. Por eso los que lo vimos caer lo vimos danzando en su caída sin descomponerse. Él nos había dicho ya que este sería su último vuelo.