Y seguimos pidiendo la palabra: LOS DIÁLOGOS DE ORTRO XI y XII
11
—¿Dónde está Polo? —preguntó colérico Federico a Cirse.
—Me dijo que atendería asuntos personales, que estaría antes de las doce —repuso, temblando.
Federico era intolerante en especial con ella; todavía recordaba que a los pocos meses de haber empezado la relación, dejó todo amor propinándole una golpiza después de que reclamara su falta de atención, además de sus constantes flirteos con cuanta mujer se atravesaba. Así que apretó la boca para no provocarlo ese día.
—¡A las doce!, ¿qué se cree ese pendejo?, ¿que soy su mamá para consentirlo? ¿Le dijiste algo?
—Me faltó tiempo, es que acabo de llegar del doctor —indicó.
—Pues más vale que llegue a la hora que dijo o tú pagarás las consecuencias por llegar tarde también.
Federico jamás amenazaba gratuitamente. El miedo se apoderó de ella, acortándole la respiración. La imagen eran los golpes que Federico asestaba cuando perdía el control de las situaciones. Revisó cuanto documento encontró para dejar de pensar en lo que vendría. Se había acostumbrado a esa vida sin saber cómo salir, pero siempre sacaba la cara cuando alguien hablaba mal de él..
Dos horas después apareció Polo con un rostro que no reflejaba emociones. Cirse lo vio acercarse.
—Polo, el jefe se enojó por su impuntualidad.
—Le expliqué que llegaría tarde.
—Eso dije, pero está histérico.
—Voy para allá.
En definitiva ya era desagradable laborar para él.
Cuando entró, Federico metía en el escritorio unos fajos de algo en un sobre grande. Levantó la mirada: Polo estaba frente a él.
—¿Qué, se le perdió algo?
—Usted quería verme.
—¿Dónde carajos andaba?
—Fui a arreglar asuntos personales.
—¿Cree que le pago para eso?
—No.
—Entonces deje de hacerlo mientras esté bajo mis órdenes.
—Como diga.
—Necesito un favor; con esto demostrará su lealtad, ¿está dispuesto?
Polo liberó un suspiro. Se hallaba en un dilema porque el personaje que acababa de ver le pidió robar documentos a su jefe; ahora éste exigía probidad.
—¿Cómo a qué, señor? —preguntó finalmente, con prudencia.
—Quiero que consiga información de consejeros de otros partidos. Es importante cualquier dato, comentario, lo que sea, para los manejes del día de la elección.
—¿Qué cosa?
—Sólo eso. Sin más preguntas. Así confiaré en usted.
La propuesta del otro hombre tenía al menos una causa que defender; en cambio Federico no ofrecía nada, salvo la reclamación de fidelidad. Se sentía entre la espada y la pared. ¿Por qué no decía no a tiempo?
—¿Puedo pensarlo?
—Tiene que darme la respuesta ahora; de ello depende que continúe conmigo, de que, como dije, confíe en usted.
Polo se reclinó contra la silla, vencido. Miró el color oscuro de la alfombra. Qué vergüenza contarle a su mujer, pero necesitaba el trabajo y el hombre D requería de gente que hiciera la obra sucia. Federico lo observaba con autoridad. Proseguir significaba cumplir órdenes, pero también, por otro lado, para obtener documentos confidenciales que sólo él empleaba.
—Está bien, lo apoyaré —dijo.
Salió con el ánimo decaído, pensando que el que sirve a dos amos, con uno queda mal.
12
Helena se encontraría con sus padres después de dos años. Nunca aceptaron a Jano, les parecía que estar con un escritor era la mejor manera de desperdiciar la vida. Helena ocultó el noviazgo porque jamás lo hubieran consentido. El problema fue cuando quisieron casarse. La vez que Jano llegó a la oficina de su suegro para conocerlo y comunicarle la decisión que tomaron, no vislumbraba el grado de rechazo que los señores tenían en contra de las personas que se dedicaban al arte y, lo peor, sin dinero. Ese día su suegra lo recibió porque el marido había salido. Se comportó amable, ofreciéndole café con galletas que él rechazó. La mujer hizo unas cuantas preguntas. Desapareció todo buen trato cuando se enteró de que era escritor. Se sentó frente a los dos, nerviosa, haciendo plática. Jano usó sus mejores recursos oratorios para ganar su confianza, pero la estrategia causó el efecto contrario.
—Hable con mi esposo, él sí está preparado, con estudios, sabrá responderle como merece; yo soy gente de pueblo —remarcó, ofendida.
Helena y Jano voltearon a verse, extrañados.
—Yo también soy de pueblo —aclaró en tono solidario, creyendo que entendería, pero lo cierto era que la señora se había sentido inferior.
Los tres se pusieron tensos. Él comprendió en ese instante que había dejado de ser bienvenido. Para despedirlo, la señora argumentó, cortés, que atendería a unos clientes, que el trabajo se retrasaba; le pidió retirarse, farfullando que sería invitado cualquier día a la casa, lo cual nunca ocurrió. En las siguientes semanas la tensión creció cuando la señora buscó a Jano en compañía del marido, de la abuela y de la tía Julieta para impedir la boda con su hija, arguyendo que la metería en un infierno mental tarde o temprano: los escritores eran seres atormentados e incapaces de llevar una relación; lo que más les alarmaba era que no tenía en qué caerse muerto. Jano sabía por Helena que su suegro era un hábil evasor de impuestos, que su fortuna la había hecho en gran medida gracias a eso, junto con las relaciones comerciales que construyó vendiendo seguros de vida. En síntesis: una especie de nuevos ricos que mandaron a sus hijas a colegios caros para borrar todo vestigio de pobreza; por eso estimaban su derecho a exigir que su retoño se casara con alguien acorde a la vigente posición social y económica.
—¡Claro! —le gritó el suegro, furioso, después de amedrentarlo con mandarle a la policía—, es muy cómodo, ¿no?, me caso con la niña rica y soluciono mis problemas; ¿cuánto quiere para dejarla en paz?
—No necesito su dinero —contestó Jano, resuelto.
—Ella es niña bien, no sabe hacer nada, le gustan las comodidades —acotó la abuela, en su única intervención.
La cosa hubiera terminado en violencia de no ser por un vecino que se interpuso porque el suegro quería golpear al yerno. La tía Julieta fue para atestiguar que ella había querido ser poeta, que incluso planeó casarse con un hombre, pero se sentía contenta de no haberlo hecho pues hubiera sido el error más grande de su vida: la pobreza y el caos habrían sido sus únicas realidades. Por eso estaba ahí, como ejemplo vivo. Al final, Jano y Helena terminaron en unión libre porque ella se negó a casarse como un modo de conceder a sus padres una media solución. Helena salió de su casa en las semanas posteriores al conflicto. De eso hacía dos años. Ahora las cosas parecían tranquilas.
Los vería en la tarde. Helena dijo a Jano que necesitaba ir sola por precaución. Arribó al restaurante antes de la hora acordada. Al poco rato apareció la mamá. Se miraron por un instante, se dieron un abrazo rápido, casi sin tocarse.
—Mamá, ¿qué quieres tomar?
—Un café.
Helena hizo señas para llamar la atención del mesero. Minutos después había una taza humeante. La madre disimulaba con esfuerzo que la cita iba más allá de una plática familiar.
—Tú papá ya casi viene —dijo, nerviosa, tamborileando los dedos sobre la mesa.
Para Helena, por su parte, abrir la boca implicaba enfrascarse en una discusión que no acabaría nunca.
Por el fondo del restaurante apareció el padre de Helena con una boina en la cabeza: de baja estatura, barriga prominente, tez blanca, de sonrisa amplia donde asomaban dos dientes frontales de oro. Se sentó sin saludar.
—¿Dónde está el muerto de hambre —increpó.
—Bien, papá, él está bien… yo también, gracias por preguntar —respondió Helena.
—¿Cuándo lo dejarás?, para aventura en la pobreza ya estuvo bueno.
Helena hizo mutis para permanecer en la mesa.
—Papá, pensé que después de dos años entenderías que esto es lo que quiero.
—Mira, poco importan tus sentimientos, eso se acaba, lo importante es que no termines junto a un don nadie. ¿Crees que invertí tanto en tus estudios para nada? Tu hermana Lina ya trabaja conmigo. Deberías hacer lo mismo.
—Con todo respeto digo que no. Si me consideras una inversión, es tu problema. Yo vivo en paz —dijo, levantándose.