Y seguimos pidiendo la palabra: APUNTES PARA LA MANO IZQUIERDA
Debajo de la oscuridad, apenas puedo creer que tú, tan reducido a un cuerpo y un puñado de ideas insignificantes, seas digno de rencor... pero no voy a reprocharme el que te dé importancia. Siempre he creído que es santidad copular con los animales domésticos. Sea, pues: alcancé la beatitud al copular contigo. ¿Por qué temblabas? ¿Era que el torrente sanguíneo trataba de decir todo? Mientras tanto, volvías a los lugares comunes, a tu pobre opinión. No hacía falta caer en el fastidio de las frases hechas. Sobre todo cuando no podías simular el miedo. ¿Qué importaban ahí la libertad y la democracia? Inútiles, sólo ideas inútiles para eludir la mirada. Bebías ansiosamente y me informabas sobre tu vida, sin yo requerirlo ni creerlo. Bastaba con que callaras, dijeras que todo era aburrido, algo tan simple y verdadero como que nada te apetecía. No tenías que hablar de los indios ni de las manidas noticias del día ni de los campesinos de la costa; no tenías que molestarte en inventar esas insulsas aventuras de tu perro: yo no quería saber eso. No creo que hayas mentido, ni siquiera en tu exaltada militancia, tu conciencia redentora, la historia, tu enfurecida fe en la historia, pero, ¿por qué tenías que gritar? No era para tanto. Lo que menos valía a la una de la mañana eran las verdades esenciales o como quieras llamarlas. Sí, estoy de acuerdo, está bien que no tuvieras ganas de hacer nada por ti. Flagélate por la humanidad, por nuestro pobre pueblo huérfano de grandes hombres. ¿Quién podría sin sorna oponerse a ese heroísmo, a esa empresa filantrópica? Lo único desalentable es que estábamos en un rincón de humedad y hartura de humo, perdidos en el bullicio y el tufo a secreciones masculinas, donde tener propósitos diáfanos resultaba impertinente. No, nunca en La Mansión se hubieran quedado vivos los deseos. Yo te había dicho que ahí no se podía conversar, que era tan divertido, tan cálido, que no importaba hablar y tú no expresaste desacuerdo en ir. Pero no hiciste ninguna salvedad. Lo tuyo era tenerme escuchando, dar por sentado que así debía ser nuestro encuentro. No hacía una hora que te había visto por primera vez y ya sabía tu biografía, obvia, en todos los sentidos obvia...
Recuerdo que reíste de la forma tan fácil en que iniciamos la plática. Lloviznaba. Yo estaba recargado en uno de los portales del Palacio de Gobierno. Desde ese rincón oscuro observaba a un guardia, mientras mi mano, en la bolsa del pantalón, iba y venía en franca caricia de mi pene. Ya te había visto caminar desde la esquina, cabizbajo, delgado, como si fueras Jesucristo en ayunas. Mis ojos volvían al guardia, que me sonreía burlonamente. "¿Esperas a alguien?", preguntaste. "Sí, a ti", respondí. Y entonces soltaste una carcajada nerviosa. Me pediste que te invitara a tomar una cerveza y propuse que en La Mansión.
"La carne es imperiosa", te dije al oído después que me recitaste la manera en que tu madre hizo sacrificios para sostener tus estudios y de ahí tu conciencia social... Bajaste la mirada hacia la penumbra donde mi mano acariciaba tu pierna. Y temblabas. "No es lo que tú piensas", pronunciaste. "Yo no pienso nada, yo sólo estoy aquí como un animal en celo, sin pretender más que eso", contesté rozando con mis labios tu mejilla. Entonces te cambiaste de silla para estar lejos de mi alcance. Y volviste a lo de tu perro: era tan inteligente y tenía tan buena memoria que una vez se perdió en la playa y apareció la semana siguiente, después de correr trescientos kilómetros. "No te vayas por la tangente", demandé sentándome en la silla que acababas de abandonar y atrapé tu mano izquierda. Lejos de querer zafarte estrechaste mi mano. Incluso eso, todo era comprensible. Tenías miedo.
-Debes dominarte -te dije-, acuérdate de que estás aquí, con un hombre a quien le pediste que te invitara una cerveza.
-Eso no me compromete a nada.
-Lo sé. Pero además, no podrías negar que deseas estar conmigo.
-Estoy contigo.
-Aclaro: estar conmigo en mi recámara y no precisamente para escuchar una ponencia sobre política internacional.
-A propósito, ¿sabías que el Parlamento Europeo ha propuesto una nueva ley para inmigrantes africanos? Parece que el terrorismo...
-Interesante...
Y volví a escuchar pacientemente hasta que dieron las tres de la mañana y propuse que nos fuéramos. Te lo había advertido, te había dicho claramente que después de La Mansión me acompañarías a mi casa porque yo andaba muy ganoso. Y dijiste que sí, que a ti te gustaría también. Pero al salir del bar cambiaste de opinión: tú no eras un prostituto. "Claro que sí, pensé, pero sólo te gusta cobrar, hacerte escuchar y no cumplir con tu papel." Junto al cementerio, me detuve para llamar tu atención. Volviste la mirada. Me lancé sobre ti y tú forcejeabas. Dijimos todas las palabras que en esas situaciones se dicen. Tu agitación se convirtió en deseo, tu miedo en lujuria. Siempre he pensado que gente como tú nació para ser violada. No hubo más palabras, seguimos caminando como si el cementerio y el forcejeo hubieran sólo pasado por la mente. En la esquina tomamos un taxi. El chofer hizo una pregunta impertinente que ninguno de los dos respondió. Nuestro aliento empañaba los vidrios del carro. El chofer abrió de nuevo la boca para decirnos que nos calmáramos porque esas cochinadas no le gustaban en su carro. Nosotros no lo tomamos en cuenta y tú volviste la cabeza hacia tu ventanilla mordiéndote la uña del pulgar.
Me habías dicho en La Mansión que no te gustaba la lluvia, sobre todo si hay tormenta, que cuando eras niño llorabas por los truenos. Me habías dicho tantas cosas que ahora te recuerdo como un costal lleno de basura. No es que te desprecie del todo. Finalmente, supiste hacerte deseable con tu juego mujeril. No permitiste que me hartara, pero todo el tiempo parecía que esa era tu intención. No tardé en darme cuenta que bastaba tomar tu mano izquierda para que respondieras mansamente a mis requerimientos. Un capricho sin fundamento. En el cementerio entendí que de tu cuerpo sólo esa mano sería para mí. La mano, qué idiota. Toda tu importancia se reduce a que me impusiste la obsesión por tu larga y huesuda mano que bajo la luz amarilla de La Masión tenía una transparencia de papel encerado, una mano de sorjuana en la penumbra de esa cantina arrabalera.
Pensándolo bien, nada en ti era hermoso, o si lo era, todo tú te opacabas envuelto en ese encorvamiento desperezado que advertí cuando apareciste en los portales. No dudo que padecieras una de esas enfermedades surgidas a fuerza de ser inferior, de no tener nada digno de ser contado. Quizá por eso olías. ¿Sabes qué me pareció tu olor? Un insecticida que usan en las hortalizas. No creo que haya sido tu loción, era un olor que venía de adentro. Yo lo aspiré en tu cuello, lo pude oler en tu pubis cuando tendido en mi cama dejabas que yo hiciera todo contigo, sin mirarme, pero fijando tus ojos en el techo como una vaca observa el tren que pasa... Tu vientre temblaba bajo el mío. ¿Podría decirse que tu ansiedad era una ansiedad venida de un remoto pasado y no era yo más que un pretexto, un depositario de tu memoria difusa, la parte indeseable o acaso franca de tu memoria? De nada valdría aclararte que para mí eras presente, que yo no estaba dispuesto a llenar tus nostalgias, que de mi parte lo que en ese momento sucedía era lo único relevante.
No quiero decir que todo lo que me dijiste en La Mansión carecía de importancia, sino que oírte agudizaba mi inquietud, que yo escudriñaba las líneas de tu mano y no te escuchaba. Cómo entender que, si tú hablabas, yo me veía obligado a urdir en silencio mi deseo. Bien sabías que así me subyugabas, imponías las reglas del juego, era tu propósito pasar sobre mí, aplastarme con tu secreta vanidad, tu simulada soberbia, fría, insulsa, impertinente. Cuando te abordé junto al cementerio, sabías muy bien que mi alma ya estaba ahogada en ti, en ese olor mortífero de tu piel, totalmente a tu arbitrio. Exigiste todo porque tu poder se había impuesto flagrantemente sobre la urgencia de mi deseo. Incluso el beso tan cierto, mi arrojo y hasta la inercia con que fui desvistiéndote, todo era debido a ti. Bajo mi vientre tu vientre temblaba sólo porque el mío te remitía a los otros vientres que alguna vez poseíste y que también trataste con el mismo desdén que éste.
El amanecer se presentía en la ventana, soslayado. El aliento etílico, el vapor de la piel, el penetrante olor de las axilas, órganos, francamente órganos, era nuestra atmósfera... Hubiera querido no saberme ajeno, pero una lejanía detestable te llevaba fuera de mí. Había un misterio que no quisiste explicar, una reminiscencia, un ultraje. Pero, ¿no son los cobardes los únicos que ultrajan? ¿O son los ultrajados los únicos cobardes? Fue apenas un juego que yo no quería jugar. Prohibiste a toda costa que ejerciera mi voluntad. Una exhalación ocre propagaba el letargo. Estaba cansado de insistir y no importaba más explicarme tu insolencia. Fácil era atribuirlo a la culpa, pensar que estabas bloqueado. Tan fácil y sincero, tan común, tan nauseabundo. Pero no había nada de eso, pues aunque hablaste tanto de ti, tú no tenías historia, todo tú te reducías a un bostezo... La luz del día entraba y yo caí desvanecido, o quizá sólo cerré los ojos para evadirte. La víctima deja de serlo cuando se halla vencida, cuando deja de persistir contra el enemigo.
Quiero aclarar que no acepto lástimas ni soy alguna especie de héroe: quede como prueba el hecho de que vivo escondido de todos para que nadie venga a importunarme, o simplemente porque la oscuridad fermenta tu resabio. No me queda más que agradecer, casi cordialmente y porque debo hacerlo, respondiendo en todo momento a mis principios. Y aunque necesito saber todos los detalles y aliviar así mi incredulidad, estoy seguro de que no vendrías a responder a mis preguntas. Ningún interés tendrías en venir: dejaste únicamente lo que decidiste fuera mío. Lo supe cuando desperté, cuando te habías marchado sin dejar -¿por qué tendrías que hacerlo?- ninguna referencia. El tuyo fue un irse de la manera más conveniente: escurrirte y dejar sólo una evidencia de tu paso. Quisiera saber si lo has seguido haciendo, si de esa forma te vas desintegrando por la vida, quisiera saber si alguna parte de ti queda aún contigo. ¿Cómo le hiciste para que yo no despertara? ¿Por qué no aullaste sobre el lavabo? ¿Cómo fue el gesto que hiciste frente al espejo? ¿Patético? ¿Alegre? ¿Indiferente? He tratado de imaginar qué pasaba por tu mente cuando el filo de la navaja cortaba la muñeca. ¿Cómo lograste que la hemorragia no te desvaneciera? ¿Cómo tuviste fuerza para devolver la navaja al escritorio, buscar un plato en la cocina para extender ahí tu mano izquierda y luego dejarla en el buró, frágil, mansa, servida para mí mientras yo dormía y acaso soñaba algo muy distante? Casi me atrevo a creer que ni siquiera me dirigiste la mirada antes de irte, cosa que también te agradezco.
Cuando desperté, tuve que exigirme terror, provocármelo de la manera en que ahora me obligo a la gratitud. Aunque al tocarla estaba blanda, la sentí helada, muerta, con una muerte sin defectos. Olfateé su palidez. Debía amar tu mano con la única posibilidad que dejaste a mi alcance, lo comprendí cuando la llevé a mi boca para besarla, lloré de poseerla, chupé ansiosamente sus dedos -la sangre tenía un sabor ferroso y salado-, fui sobre ella un ave de rapiña, un felino hambriento, triste: de todo esto sólo puedo lamentar mi vergonzosa tristeza. Mastiqué con ardoroso sufrimiento, absorbido en una pasión serena, con la parsimonia de un tálamo divino. Hay seguramente algún dios al que le gusta copular de esa manera, en todo caso a él sea ofrecida la hecatombe. Comí totalmente tu mano izquierda hasta roer los huesos. Nada de tu alma había ahí, sólo cartílagos, músculos... Pero necesito agradecerte este sabor que todavía hoy, después de los años, inunda mi paladar con una sensación ferviente, como el sabor de las gardenias y los insecticidas, tan complejo, que he vivido oculto en este mismo cuarto, hurgando sobre los restos.