Y seguimos pidiendo la palabra: LOS DIÁLOGOS DE ORTRO XV y XVI
15
—Reprogramas mis citas para pasado mañana —le ordenó Federico a Cirse—, haré algunas cosas.
La secretaria vio cómo su jefe tomaba el maletín para encaminarse al elevador. Estaría libre aunque fuera por dos días.
Federico llegó al sótano del edificio, se subió a su coche, pensando en las consecuencias de la reunión que habría en unos minutos. Estaba fuera de sus costumbres perder el control de las situaciones, pues era él quien decidía qué se iba a hacer; pero ahora no existía la opción. Conforme se acercaba, le afloró un viejo conocido que se ocultaba siempre tras la maleza de la ansiedad: se expandió por el rostro, recorrió cuello, brazos, piernas; finalmente se instaló en el centro del pecho. Respiró con el bufido de una bestia sometida, temblando de pies a cabeza.
—Carajo, otra vez esto, justamente ahora que necesito estar relajado.
Ya estaban ahí; sólo faltaba él. Saludó con un cauto movimiento de cabeza a los custodios que estaban en la entrada, como si los conociera de toda la vida. Federico notó de inmediato que se trataba de una junta de elite. Estaban sentados en círculo, de modo que todos se veían el rostro.
—El Jefe no vino —dijo una voz que emergió de pronto—, pero nos dejó instrucciones precisas.
Entonces tomó una carpeta para pasar lista a los presentes.
Federico observaba sin atención porque el aturdimiento lo tenía paralizado. Oteaba para todos los puntos, buscando quién pudiera conocerlo.
—Lo que oirán ya lo conocen todos —dijo el mismo hombre—, así que sobra pedirles absoluta reserva; gracias a eso, venceremos. El Jefe necesita asegurar que los amigos que lo apoyan no se decepcionen. Para eso, tenemos algunos paquetes que nos ayudarán; lamentablemente, es imposible guardarlos en la Casa de Guerra porque son demasiados. Así que, como dice el dicho ‘o todos coludos o todos rabones’. Para evitar que alguien se raje, ustedes mismos los ocultarán hasta que sean utilizados en caso de emergencia. Entre nosotros, ya se habrán dado cuenta, se encuentran algunos amigos, ex guerrilleros del Centro del Mundo, quienes más adelante nos explicarán cómo debe manejarse lo que viene en esos paquetes y, si es el caso, usarse.
Federico permaneció en silencio. Reconoció a los ex guerrilleros porque alguna vez estuvieron en un mitin de su grupo parlamentario. ¿Cómo no los vio al entrar?
Condujeron a Federico por varios pasillos hasta los sótanos; finalmente pararon frente a un enorme bulto.
—Pensé en dos o tres nada más —musitó, nervioso.
—Es todo esto, ¿no escuchaste en la reunión el asunto? —contestó rudo el hombre que lo acompañaba.
—¿Qué es lo que contienen?
—Nada que te interese. Tu único deber es almacenarlos hasta que se dé nuevo aviso de lo que hay que hacer con ellos.
—Me parece justo saber a lo que me expongo.
—¿Para qué insistes? Otra cosa, evita abrirlos porque te meterás en un gran lío.
Un sonido de motor se encendió entre la oscuridad del estacionamiento.
—¿A dónde quieres que te llevemos la carga? —dijo un hombre que bajó del camión.
16
El teléfono sonaba desde hacía rato. Polo se removió en la cama: no quería contestar. Rocío abrió los ojos: la una de la mañana. Vio a su marido, lo sacudió un poco para despertarlo; como no obtuvo respuesta, extendió la mano para tomar el auricular.
—¿Me comunica inmediatamente con Polo? —dijo una voz de hombre.
—A ver, permítame —Rocío lo zarandeó de nuevo—. Te habla tu jefe.
Polo tomó el aparato, sentándose en la cama.
—Diga.
—Necesito que venga ahora mismo a mi casa —un zumbido indicó que Federico había colgado.
—¿Vas a ir a esta hora?
—Sí, a esta hora, ya sabes cómo es.
—De veras que no soporto a ese hombre —dijo enojada—, ¿hasta cuándo te dejará descansar?
—Es lo que hay, obedecer órdenes.
—Pues renuncia.
—Sabes que no puedo hacer eso por ahora.
Dejó la cama para tomar su ropa. Estaba cansado de esas llamadas, de la oficina, de la necesidad de aguantar para subsistir. Por eso, como un modo de distraerse, la noche anterior había intentado una vez más escribir alguna línea, pero sólo veía la página en blanco del monitor, junto con un cursor intermitente.
—Cuánto tardó, carajo —gruñó Federico, furioso.
—Vivo lejos, lo sabe.
—Está bien, a lo que vino. Mire, Polo, ya le hice unos encargos; el que le pediré en este momento es en extremo delicado.
—Por Dios, no me asuste.
—Necesito que me guarde en su casa unos paquetes que me pasaron; es imposible dejarlos todos conmigo por las preguntas impertinentes de Cirse. Una parte estará en mi casa y otra en la suya. Usted se llevará cinco paquetes.
—¿Qué cosa son?
—Sólo haga lo que digo.
Polo tuvo el impulso de decir que no, pero se arrepintió, soltando un tímido “está bien”. Pero retomó valor soltando una pregunta:
—¿Y si no quiero?
—Imposible; más vale que haga caso o tomaré medidas drásticas.
—Señor, entiéndame, ni siquiera sé de qué se trata.
—Todo es cuestión de relajarse y aceptarlo. Si se niega, insisto, tendré que tomar ciertas medidas; ¿qué dice?
—Digo que no.
—Bien, como prefiera, recuerde que su esposa está embarazada, sería desagradable que sucediera algo malo, ¿verdad?
—¿Cómo sabe eso?, a nadie de la oficina se lo he dicho, ni siquiera a Cirse.
—Debo estar al tanto de mis empleados, no se sorprenda. Sólo recalco su posición conmigo. Juró lealtad, me debe eso, además, tome en cuenta que tiene muchos compromisos económicos.
Polo se dejó caer en el asiento.
—También —agregó Federico—, necesito que consiga gente que compre a los representantes de casilla o que de plano los haga desistir. La elección ya está encima.
Polo ya no respondió, pensaba en qué diría su mujer, el lugar donde colocaría los dichosos paquetes porque la casa era chica. Quizá vaciaría uno de los cuartos para convertirlo en bodega.
—Los paquetes jamás se abrirán, ¿comprendió? Ésa es la orden.